jueves, abril 30, 2009

La salida de tarea



Todos los lunes, Luciana debe llevar al colegio unas anotaciones acerca de cómo pasó o qué hizo el fin de semana: y contarlo en una hoja o menos. El domingo había llegado y Lu no tenía todavía nada divertido que contar. Además, había dejado un par de tareas pendientes para ese día. Eran las tres y se me ocurrió llevarla al Parque del Dragón, a ver si salía algo divertido. A mi madre no le gustó la idea: pensó que volveríamos tarde y había el riesgo de que las tareas queden sin ser tocadas. Y Luciana, como toda niña de cinco años, debía dormir temprano.

Entonces me ofrecí a escribir la nota del fin de semana para su tarea: pero para eso debían dejarme llevarla a cualquier parque y al final del día escribiríamos, junto a Luchi, su reporte semanal (ese es el chiste de la noticia del fin de semana: “que el niño participe en su elaboración”).

Íbamos los dos solos y me advirtieron que volviéramos antes de las siete de la noche. Yo solté unas risas discretas porque no pensaba demorar tanto. A diferencia del pasado, ahora llevamos el auto de papá. Si antes debíamos subir a micros contra nuestra voluntad, contraviniendo con los pedidos de Luciana de ir en taxi, ahora contábamos con la comodidad de ese auto añejo, ese auto que ya necesita revisiones técnicas.

Bueno, salimos rumbo a la avenida Brasil. Otra vez le "presté" a Luciana la cámara para que disparara como quisiese a las imágenes de la calle que le llamaran la atención: aunque no me quedo conforme con el verbo “prestar” ya que esa cámara la compré para la familia y me encanta que Luciana se apodere de ella; es también de Ella.

Bajo el semáforo del cruce con Vivanco, Luciana tuvo la idea de comenzar con un juego que nos gusta mucho: los gritos silenciosos. Cerramos las ventanas, apagamos la radio, contamos “uno dos tres” y deshollinamos nuestras gargantas lanzando reparadores gritos al Cosmos, gritos que vienen del alma. ¡Aaaaaaaaaaaahhhh!, y luego carcajadas. Pero siempre lo hemos hecho los dos solos, esperamos pronto a una compañera para compartir esos gritos desprovistos de partitura.

Llegamos a la avenida del Ejército, donde se eleva una Virgencita que en mis tiempos colegiales daba vueltas pero que ahora está quieta, mirando hacia el poniente: demostrando que, esta vez, la tecnología no está al servicio de la religiosidad perucha. Luciana sufrió para tomarle una foto; finalmente, salió.

A veces aceleraba, y otras, el velocímetro no subía sus agujas más allá de la prudencia: Luciana que, empinándose, todavía no pasa de ver el tablero del auto, y se siente fastidiada por el asfixiante cinturón de seguridad, aun se pierde el delicioso golpe de viento que acaece en el carro gracias a la velocidad casi mortal de noventa por hora. Ella continuaba tomando fotos.

Pasamos por el grifo Shell en el que, semanas antes, caímos para lavarnos las manos luego de ir a ver cometas al malecón (pero ese episodio no lo escribí: hay días que deben olvidarse, hay aventuras que no deben rescatarse), Luciana tuvo un rapto de alegría al ver tal grifo, donde casi pierdo mis lentes. Reii, ahí fue lo de tus lentes, me dice y yo acelero. Faltaba poco para llegar al Parque del Dragón. Las sinuosidades de la vía y los diversos rompe muelles no menguaban nuestra velocidad.

Por fin llegamos al Parque del Dragón. Demoré un poco en bajar, yo no más porque Luciana ya estaba fuera del auto, pegando su rostro a la ventana. Aproveché para tomar la foto que va al inicio del post.

Es un parque casi nuevo, encajado en las callosidades del barranco, con vista al mar, que es lo más importante de todo. Las escaleras quedaban lejos así que bajamos por el pasto empinado y bien cortado; corrimos un poco. Un tobogán con forma de dragón es la principal atracción para los niños que por ser domingo llegaron numerosos. Luciana hizo la cola para entrar y yo la esperaría abajo, en la boca del dragón.

Se deslizó un par de veces más y cambiamos por la resbaladera naranja, y ahora tocaba subir al barco gigante instalado misteriosamente ahí. Yo quedé sentado cerca tomando las fotos: alguna vez llevé una libretita para apuntar lo que luego sería un post, ahora con una cámara es más fácil de recordar y no pasar por el infierno de escribir como un energúmeno.

Fue luego de eso, y acá está la carnecita del post, que conocimos a un chico solitario llamado Arié. Al comienzo, no entendimos su nombre: Luciana escuchó Ariel y le causó gracia porque así se llama la princesa Sirenita que vive bajo del mar; pero el niño era Arié, con una tilde varonil al final del nombre. Él estaba solo (por eso ya me caía bien) dándose vueltas en la Rueda y le pedí que la detuviera un rato para subir a Lu. Luego yo, con mi poca fuerza, hice girar la Rueda: Luciana, miedosona, cuando sintió que estaba rápida la cosa pidió pararla.

Después yo estaba de más, ellos jugaban divertidos, se entendían como es natural en dos niños de la misma edad. Entraban al tobogán pero por la parte del hocico del dragón, tomando el riesgo de toparse con los niños que bajaban y las piedritas que tiraban. Entonces, me dio sed, y compré una botella de agua al doble de su precio, me dejé estafar por la vendedora porque no quería buscar tiendas y tenía sed. Luciana interrumpió su juego para tomar un poco. Como me dijo después, el amigo Arié le dijo que ya no quería jugar, y la note triste pero aun no sabía por qué. Sin embargo, volvieron a jugar. Esta vez fueron al subibaja, un juego muy bacán que también ayudé a mover. Para eso, me llamaba la atención que Arié estuviera tan solo, ningún señor o señora se acercaba a hacerlo jugar (lo que no es absolutamente necesario), por eso tomaba mis precauciones al momento de tomarle fotos al solitario Arié.

Yo quería ver los parapentes que estaban en el siguiente parque así que Luciana ya sabía que debíamos irnos pronto, antes que la tarde corra más y perdiera el brillo solar. Entonces, Ella quiso despedirse de Arié y lo fue a buscar, pero como lo vio jugando no se animó a decirle “chau”. Yo observaba a lo lejos, escondido, mirando a través de las rendijas de un arbusto. Subimos lentamente, nos distrajimos en el jardín empinado: Luciana rodaba y yo la filmaba; vimos que unos señores se llevaban a Arié, eran sus padres ahora sí. Aprovechamos para hacerle “adiós” con la mano y Arié respondió igual.

Pero Luciana no quedó tan contenta con esa incipiente despedida: fácil, Ella quería darle su besito, o la manito, no sé, si no fuera porque creo que en los niños no se despiertan aún esos sentimientos amorosones diría que la Luchi se encandiló con el buen Arié. Subimos al auto, le dije que nos encontraríamos con él en el siguiente parque, que él también caminaba para allá, que si no, ya el otro domingo cuando volviéramos, pero eso ya fue bien mentiroso de mi parte.

Avanzamos con el carro y llegamos al Parque del Parapente, que está arregladito y los turistas pasean por allí tomando fotos. Entramos y Luciana se entretuvo jugando en un jardín-laberinto, corría sin sentido y yo sentado buscaba buenos ángulos para las fotos que salieron regias y sobre todo naturales. En una de esas, que yo miraba el parque por la pantallita, Luciana corrió hacia mí, no me dio tiempo y me aplastó, me tumbo al pasto y yo feliz.

Los parapentes estaban más allá y fuimos a buscarlos. Primero llegamos a unos fierros clavados al piso que fungían de área de deportes: unos niños de cinco años aprox. se colgaban y trepaban de las paralelas y las barras, tenían una fuerza extraordinaria para su edad; Luciana intentó pero le faltaba práctica, porque las piernas largas ya las tenía. Seguimos caminando, Ella iba por el muro de ladrillos y yo la sostenía para que no rodara por el verdusco barranco: era gracioso leer en cada ladrillo un escritos hechos con liquid paper de alguna pareja que por allí había pasado. Por ejemplo, “Juntos hasta el fin gordis”, “06-02-08 Vanessa y Rafael”, “Mariela y Gilmar estuvieron aqui” y hasta el improbable “Luciana chiquita linda siempre te amare”. Eso y mucho más ya estaba escrito.

Hasta que llegamos al pampón de los parapentes: no había ninguno, era domingo y ese día no vuelan los hombres pájaro. Había una pequeña reja verde que abrimos para entrar. Había un cartel que empecé a leer “ESTA PROHIBIDO EL INGRESO DE PERSONAS…”, chesu, me detuve y con la mano a Luciana, continué leyendo “…BAJO LOS EFECTOS DE DROGAS” y me vino la risa. Una vez adentro, vimos a una niña extraña que jugaba con sus legos y con unos animales raros (por eso ya me caía bien). ¡Mira tiene caracoles!, advirtió Lu. Yo agudicé la mirada y, en efecto, tenía esos animales pegajosos entre las manos. Nos sentamos con la niña y Luciana no quería coger ningún caracol.

La niña de vestido blanco se llama Sophie, es súbdita fiel de la reina Margarita de Dinamarca y había visitado hace unos días el Cusco. Eso me contó su padre parapentista que primero hablaba por radio y coordinaba próximos vuelos en Pachacamac con algún otro colega del aire. Mientras, Sophie y Luciana jugaban juntas, movían los caracoles, y trepaban en unos fierros como haciendo ejercicios. Sophie nos advirtió que no tocáramos los caracoles pues podían mordernos, aunque a ella todavía no la mordían. Mira la niebla, dijo Sophie señalando los edificios; Luciana volteó a mirar y aprendió lo que era la niebla. Yo me di cuenta que ya no tenía sentido seguir con los lentes oscuros.

Ya era tarde, no había ni un rayito más de sol. Dejamos a Sophie jugando solita y por eso triste: de algo se fastidió Luciana y ahora era Ella que se quería ir. No entendió la mentira piadosa que inventé para la niña danesa: “ya volvemos en un rato, Sophie”, y Luchi corrigió “¡no, ya no vamos a volver!”. Si no fuera porque creo que en los niños no se despiertan aún esos sentimientos amorosones diría que Reiner se encandiló con la buena de Sophie.

El auto quedó muy lejos y fuimos a por él: Luciana estaba cansada pero no parecía, a diferencia de mí que estaba con la lengua fuera por todo lo que habíamos caminado, porque si caminas cierta distancia con Luciana, con tantas idas y venidas, parece que caminaste el doble. Ella, seguramente buscaba los juegos de más allá, pero ya era tarde, ya iban a ser las siete de la noche. Mi madre tenía razón en que nos íbamos a demorar.

Volvimos sobre nuestros pasos al auto, lo encendimos y arrancamos por la ruta más larga. Tomamos la Arequipa y la Javier Prado. Pasamos por los juegos nuevos de Larcomar pero Luciana se conformó con mirarlos de lejitos. El paseo se terminaba y ninguno sintió, ni se acordó, de que todo fue para hacer la tarea del fin de semana. Lu reclinó su asiento, despegó el cinturón y se echó boca abajo a dormir mientras yo manejaba despacito.

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pD. Hoy se presentó Oasis en el Nacional y no fui. No iba a ir y la última semana me motivé porque sí, al final no junte el dinero por esperar el llamado de un amigo que al final no se dio. Igual, esta canción se queda: don´t look back in anger. Nunca te cansarás de escuchar las panderetas.

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