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Fotografía de archivo.
El olvido es una muestra de la salud de nuestra conciencia. Habrá que quemarla para empezar a escribir.
Avanza hacia mi cama, todavía en pijamas, levanta la mirada, sube a una banca y jala mis dedos. De inmediato, abro los ojos, pero no estoy despierto. Sé que es ella: pocas veces como hoy me despierta cuando se lo pido la noche anterior. Estos días estoy durmiendo más de lo debido. Esta mañana ella no tiene qué hacer, está aburrida, mamá ha salido a pagar el recibo de teléfono.
No queda de otra, debo despertar y estar con ella que guía mis pasos para salir del sueño. Estoy arriba y semidormido, puedo caer del camarote. Ella lo va a evitar sosteniendo la banca donde he de pisar, qué amorosa. Entre que pongo un pie en el piso y quiero bajar el otro, alguien abre la puerta: es mamá, ha vuelto, Luciana suelta mis dedos y va corriendo a recibirla. Pierdo el equilibrio y aterrizo en la cama de abajo para dormir un rato más.
[…]
Cuando ya no resisto más la cama, me levanto y voy a la sala, Luciana ve en la televisión un programa llamado “Los Imaginadores”: cuatro tipos encerrados en una casa con tantas puertas como su imaginación pueda crear. Cada puerta lleva a una habitación donde resuelven sus problemas con creatividad. El enemigo es el “Señor Nudos”, un tipo pesado que ama la mala droga del aburrimiento. Aun así me cae simpático ese personaje, tal vez porque Luciana ya me ha confundido con el tal Nudos.
Cuando termina el programa me pide que la acompañe a comprar estíqueres de lo que sea: ha juntado dinero y quiere ir conmigo. Le digo que vaya sola, que ya puede cruzar la pista. Me dice que ¡no! que sólo una vez ha cruzado la pista sola pero porque tío la esperaba del otro lado.
Me espera a que me quite la ropa de dormir (polo blanco y pantalón una talla menor) por algo más presentable (mismo polo blanco, un short rojo y la gorrita de McDonalds). Llegamos a la "Tienda de Agustín", nos muestran el catálogo de estíqueres pero ninguno convence a Luciana (caritas felices, rosas, Barney, etcétera). Me dice que la siguiente tienda donde venden esos pega-pegas es en el Resort Plaza, en Breña. Pienso que es imposible ir hasta allá caminando, que mejor vamos en el auto de papá.
Así lo hacemos, pedimos permiso a papá que duerme plácidamente y nos llevamos el carro. Prendo la radio, está en una emisora de noticias, anuncian que, en la última encuesta de la Católica, Escritor Maldito lleva seis por ciento de intención de voto en Lima. Luciana me pide otra emisora, pongo “Doble Nueve” y me hace saber que le gusta. Si a ella le gusta a mí también me gusta: nunca he escuchado que las canciones se repitan en esa radio de sonidos raros.
Llegamos al mercado Resort Plaza, buscamos espacio para parquear. Cerca a la señora que vende chicha morada había uno, apago el auto, salimos a buscar los dichosos estíqueres de Hannah Montana. Caminamos, le pregunto a Luciana a cuánto ascienden sus ahorros, me dice que a un sol. Yo la corrijo: no se dice un sol, se dice “una luca” (en jerga limeña). Ella se ríe. Creo que no alcanzará con una luca así que vuelvo al auto para sacar más sencillo. Volteo y veo inmediatamente que se ha pinchado una llanta, en cuestión de segundos la delantera de la derecha se ha desinflado. Qué problemón, esa porción de caucho apachurrado me traerá problemas con mi viejo, pienso.
Me lamento por lo sucedido, primera vez que se me revienta una llanta, Luciana no parece tan preocupada. Para qué preocuparla, me digo, vamos a comprar los estíqueres y ya luego resolvemos esto al estilo de Los Imaginadores, le digo y se ríe. Me guía hasta un puesto lleno de cosas para niños. Ella señala el de la chica Montana, pagamos y nos vamos. Ya tenemos lo que queríamos al precio de un neumático. No hay que imaginar mucho para saber la solución, soy más inútil que el Señor Nudos, no sé cambiar una llanta así que llamo a mi viejo.
Él no parece preocupado cuando le cuento por teléfono lo sucedido. Ya sabía que esa rueda estaba vieja, con alambres sobresalidos y que en cualquier momento se reventaba. Nos dice que esperemos, que ya viene. Esperamos entonces. Con el vuelto compramos unas papitas al hilo. Como era de esperarse, Luciana siente sed y me pide agua. Le digo qué compraremos, me dice que le compre la chicha morada de la señora pero dudo de la higiene de esas aguas malas así que buscamos alguna tienda que venda agua mineral.
Tampoco estaba tan buena el agua mineral. Le digo que el primero que vea a papá le avisa al otro. Lo primero que vemos es a una niña patinando: lo hace perfecto, con velocidad y estilo hasta para frenar. Luciana me comenta que los patines de la niña tienen dos frenos, y los de ella tienen uno nomás.
De repente aparece papá caminando a paso lento. Me dice que abra la maletera y saque los instrumentos (llanta de repuesto, la gata, fierros varios, etcétera). Es la primera vez que cambiaré una llanta, este día aprenderé algo nuevo. Con el semáforo en rojo, el conductor de un auto detenido mira con curiosidad la desgracia automotriz. Mi viejo, al ver mi poca pericia para girar los pernos, hace el comentario malévolo del día: “es la primera vez que cambia una llanta”. Luciana observa de cerca.
Volvemos a casa exhaustos, pero el día no se desinfló igual que la llanta. Luciana abrió rápidamente los estíqueres y me regalo uno, el que menos le gustaba, como premio por mi compañía. Pegó los demás en el cuaderno de Ortografía que viene usando (ya está aprendiendo a escribir). El mío, lo pegué cerca de donde duermo, junto a todos los otros estíqueres que ya me había regalado antes.
Me he resignado a la idea de recibir regalos comprados con menos esmero e imaginación que los hechos a los niños de la familia. Entre las muñecas y jueguitos que recibió Luciana, hubo un regalo que llamó poderosamente mi atención al punto de querer quitárselo: los patines en línea que le envió, desde Estados Unidos, el tío Grover.
Al día siguiente de la Nochebuena, fuimos a visitar a una tía muy querida que vive al sur de Lima, en una residencial construida en los años ochenta, época del presidente Belaunde. Llevamos los patines para practicar. Cuando estuvimos aburridos en la conversación de los mayores, Luciana me dijo para salir a patinar. Acepté.
Le temblaban las piernas como a Bambi recién nacido. Aprender a patinar, andar sobre ruedas, es como volver a aprender a caminar: los tropiezos, la inseguridad, el vértigo quizá, la búsqueda de equilibrio y una mano llevadora, es lo mismo. Solo que la vida sobre ruedas, sobre patines en línea, va a otra velocidad, a otro ritmo, no es la misma cadencia, ni el mismo desliz. Por todo eso es difícil aprender a patinar y por ello mismo me volvieron las ganas de comprarme unos patines, ir tras de Luciana y recordar los viejos tiempos.
Enseñanzas básicas (porque con Luchi me sentía semi-hermano y semi-instructor): separa las piernas, dobla un poco las rodillas, inclina un poco el tronco. No me toques, porqué me tocas. ¡Vamos, sostén tu peso, a luchar! No quiero que los patines te deslicen, tú llévalos a tu antojo, levanta las piernas como si marcharas, a ver, un, dos, tres, cuatro. ¡Eso, como marchando!, le decía.
Estábamos concentrados en aprender a patinar (y yo en recordar mis hazañas sobre cuatro ruedillas) cuando dos niños aparecieron en un scooter ultranuevo, esos de doble base y tres ruedas. Uno de ellos se acercó a preguntarme “¿ella sabe patinar?”. Yo le dije “no, está aprendiendo ¿y tú sabes?”. “Sí, yo sí sé”, me respondió el niño de tres años llamado William.
Su amiguita, o prima, aparentaba tres años también: se llamaba Fernanda. Lo fantástico de ellos era que, contraviniendo a sus edades, cada vez que se subían al scooter lo manejaban poseídos por un demonio. No encuentro otra explicación para que, luego de sus terribles caídas, no llorasen como dos niños normales: de repente y no lo son, pensé.
Inmediatamente le dije a Luciana “mira, aquellos dos, son extraterrestres”. Luciana los miró y me creyó, pero rápidamente supo que la estaba estafando. “No, me estás mintiendo, a ver pregúntales”, dijo.
“¿Niños, de qué planeta son?”, pregunté. “Vivimos por allá”, dijo el niño señalando en dirección al sol. Me volví a Luciana y le dije “¡ves, ves, vienen de más allá del sol!”. “¿Y por qué han venido aquí si este planeta es feo?”, volví a preguntar. “No, solo pasábamos por aquí con el esto (scooter)”, respondió. “Sí, pues, está bonita tu nave espacial (scooter)”, le dije con voz reblandecida. “Sí, mira, mira”, dijo y tomó carrera con el scooter para concluir con violencia arrastrado en el suelo de tanta velocidad que cogió. A pesar del golpe, se levantó contento.
“Mira, Luchi, cuando te caigas, debes poner primero tus manos así como hizo el niño extraterrestre”, le aconsejé. De pronto, la niña que escuchó todo nos dijo “por qué le dices Luchi”, “porque se llama Luciana pero de cariño, en este planeta, le digo Luchi”. La niña miró extrañada y yo proseguí “en este planeta ponemos nombres de cariño, por ejemplo, ¿tú cómo te llamas?”. La niña dijo Fernanda. Le dije que podríamos ponerle “Fer” y al otro niño, llamado William, podríamos decirle “Wil”. Les gustó. De donde venían no conocían los nombres de cariño.
Entonces Fer, Wil y Luchi empezaron a hablar mientras yo estaba sentado en esas raras bancas de la residencial “Mártires de la Independencia”. Cuando Luchi se volvió a mí, le dije “creo que estos niños extraterrestres están aquí porque alguien los ha puesto para que nos hagan reír”. Luciana me dijo mentiroso otra vez. “Sí, sí”, le aseguré, “los estamos imaginando, nadie más los puede ver más que nosotros, esos niños no existen”.
“¿Y ustedes cómo llegaron aquí?”, preguntó Wil. Miré a Luciana con cara de “es mejor no decir la verdad frente a los alienígenas”, creo que ella lo entendió. Para que el marciano me note en su onda le contesté: “hemos venido de la Luna, en ese auto blanco que está doblando la esquina, si quieres puedes ir a verlo con tu prima”. El niño fue obediente a ver el auto blanco de papá, bien cuadrado en el estacionamiento. Le pidió a su prima-amiga que le acompañe pero ella no quiso. Yo iba a aprovechar para escapar pero no se pudo: la otra niña vigilaba y Luciana no podía andar rápido con sus patines todavía.
Apenas desapareció el niño en la esquina, le dije a Luciana: “Wil ya salió de nuestro cuento, en este momento no lo podemos ver porque él ya no existe para nosotros ni para nadie, solo es un recuerdo”. Luciana se reía. No era mi objetivo enseñarle gran cosa con mis palabras alunadas: ellas brotaban de mí con naturalidad (o hasta profesionalismo). Quería simplemente que sintiera inocente pavor o quería ver su cara de sorpresa, cualquiera de dos. Al fin y al cabo, ella tiene cinco años y me va creer por un rato (que no se volverá a repetir).
Estoy seguro que no olvidará la tarde que jugamos con esos niños extraterrestres.
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Imagen de Maria Paula Melián