martes, octubre 29, 2013

Cinco vueltas a la cancha

Imagen por Burak Turan

Recuerdo cuando corría detrás de un balón y mi papá me gritaba que corriera más rápido y que juegue de punta. Recuerdo cuando braceaba en la piscina y mi papá alentaba al profesor para que con sus gritos hiciera de mí un mejor nadador. Verano de 1997, fútbol seguido de natación, los lunes, miércoles y viernes y mi padre en las gradas a la espera de que me convierta en el más atlético de todos los alumnos.

Era un verano de piernas cortas. Ahora lo contemplo desde octubre de 2013, incierto y poderoso momento. Han pasado dieciséis años y estoy sentado en las gradas del coliseo del Circolo Italiano, el primer club donde se practicó el fútbol profesional en Perú. No pienso alentar a Luciana que ha empezado su serie de cinco vueltas a la cancha de vóley por mandato de la profesora. Tiene una vincha verde, leggins marrones y una casaquita mostaza, muy áspera para su gusto, yo le digo que le queda bien.

Podría decirse que cada vez que pasa por mi lado completa una vuelta. Yo hago muecas que solo ella entiende, son guiños de ojo que hago como para desentenderme de la jugada. Ella me ha pedido que me quede hasta el primer descanso. Me convenció con engaños, me dijo que demoraría cinco minutos que se convirtieron en 45. Molestarse con ella está de más. Acepto esperarla porque me gusta estar donde los tentáculos de la casualidad me depositan.

Esa tarde debía buscar una verdad en ese coliseo. Había renegado del voley profesional los últimos años porque el canal 2 transmitía todos los campeonatos que podía. Siempre había un Sudamericano más por inventar, una Copa de la Amistad que pelear, un semillero de menores donde era imprescindible competir. Y daba la casualidad que en todos éramos los anfitriones. Estaban de moda los campeonatos en Perú. Y se puso de moda el estilo procaz de Natalia Málaga, recordada voleybolista que había jugado las olimpiadas de Seúl 88.


(Un video para que se hagan idea)

Menciono a Natalia Málaga porque la profesora de Luciana era una micro versión de ella. Siempre gritando, advirtiendo las jugadas, los ejercicios de calistenia, conminando a hacer buenos mates, recalcando que enseñaba por quincuagésima vez lo que era un saque contra el piso. Y Luciana la escuchaba sin oirla. Esparcía la mirada por los puntos de luz del coliseo, miraba las palomas entrar y posarse en los fierros celestes del techo. De vez en cuando movía los brazos al modo de un helicóptero y aprisionaba a contramano uno de sus codos. Por ahí que decidía mirarme y yo repetía el guiño de mi ojo derecho cuantas veces fuera necesario. La conozco hace nueve años

Volvía de su abstracción y no sabía qué hacer. O lo sabía porque antes se lo habían explicado. O tal vez no era importante saberlo. El hecho es que su profesora la colocó en la última fila sola. Debía correr de espaldas hasta la net, una vez pasada esta volteaba y corría de frente. Ella lo hacía disforzada. Era como si no quisiera estar netamente por el deporte, sino por otro motivo. Era su cuerpo un distraído. Su mirada puesta en Vera, la de camiseta mexicana

Vera aparentaba 12 años, se había quedado mirándonos cuando entramos al coliseo. Al igual que la otra niña morena de aparentes 11 años y con camiseta 22 del Barcelona donde firmaba su nombre: Sharon. Ambas eran las más atléticas, pero saltaba al ojo que Sharon se tomará en serio la carrera. Si la nutren bien, además de su altura, postulo a Sharon como una futura matadora de la selección. Condiciones tiene.

Pero Luciana miraba a la mexicana. Estaba atenta a ella, tanto así que en el ejercicio mencionado de las cinco vueltas al campo donde mi hermana iba primero con otra niña, dejaron que Vera y Sharon las pasaran porque corrían más rápido. Había cierta ganas de respetarla que me transportó otra vez al año 97, en el colegio Claretiano, en la cancha de fútbol, era la clase del profesor Correa. Yo ya no era de los más altos, pero Johann sí era de los más bajos, del metro y treinta no pasaba. Sin embargo, era una bala. Su juego era prodigioso, su velocidad extrema para desbordar las tímidas defensas de ese verano, era el Carlitos Tevez de San Miguel y también creí que llegaría a la profesional. Siempre llegaba con su camiseta del Boys. Nunca fuimos amigos más que unas palabras en la cancha si me tocaba marcarlo, porque yo me sentía más cómodo en la defensa aunque era tan desordenado que podía terminar arriba. El problema de un defensa no es proyectarse, sino volver. Dejar desmantelado atrás al equipo es un pecado en el futbol. Y a mí me costaba una enormidad volver para defender, como me pedía Piero, el ariete de mi equipo. Piero practicaba un juego elegante, iba al choque sin exponerse, jugaba como si cuidara las piernas para que pronto un equipo grande lo comprara, un equipo como el Bayern. Por supuesto que ya se había comprado la camiseta del equipo bávaro y se preocupaba por mostrarla en cada entrenamiento. Seguramente era su sueño ser jugador profesional, nunca se lo pregunté. Era bueno, pero entre su falta de rudeza, su corte de cabello honguito y sus chimpunes rojo chillón yo encontraba los avisos de un futuro alejado del balón.

La competencia en el deporte es dura. Y los grupos que se pueden formar entre niños, la secreta envidia entre pares, lo poco atinado que un niño puede ser al corregir a otro, el momento del foul, el choque inevitable que puede formar una riña eterna entre dos mozuelos de 9 años, y este recuerdo involuntario que hago de Johann y Piero, a quienes creía extintos en mi memoria, puede ser a veces nocivo y chocante. No por eso uno sale de la cancha o deja de jugar.

Lo que más me gusta de la clase de voley de Luciana es que a primera vista no pareciera que las chicas sean de mala entraña. A pesar que Luchi me dice que sí, que una de las niñas “es mala”, creo que mi hermana está en un lugar amigable, tal vez ella no lo sabe, o tal vez ocurrió eso que digo: tuvo algún choque con alguna de ellas y sus ánimos pacifistas, que identifico en mí también, han creado alguna riña eterna, que tendrá que resolver sola con el apoyo incondicional de mi cariño y mis consejos inútiles.

Por eso quizás me pide que la espere. No quiere sentirse sola en ese coliseo tan grande, con niñas que ya hicieron sus grupúsculos cerrados y que alborotaban las gradas donde estábamos sentados mientras esperábamos a que la clase comience. Se ponían a saltar y yo observaba cómo Luciana las miraba. Le decía que no las miremos pero ella insistía, que las mire, que las mire, como si las niñas fueran wow, que la de camiseta mexicana se parece a Daniela, la amiga de nuestra hermana Romina.

Qué risa. Ningún niño o niña sabe lo que quiere a esa edad. Tal vez Sharon no quiera ser voleybolista. Así como Johann quizá no logró llegar a la profesional. Piero pudo haberlo logrado contra mis pronósticos. Yo lo veía más para el tennis, era un Roger Federer del fútbol. Y los esfuerzos de Vera por ser la mejor ante la profesora no caían espesos a mi gusto. Nadie es lo que parece a esa edad. La profesora era una micro Natalia Málaga y yo no era un simple acompañante ni un buen hermano, sino un fisgón. 

(Las compañeras de Luciana y mis compañeros tienen la misma edad en mi cabeza).

En una de las vueltas de calentamiento, una niña se acercó a Luciana. Tenía el pelo larguísimo, se lo recogía constantemente para el costado derecho, vestía uniforme de colegio y le decía Luciana cómo estás. Se llamaba Ángela. Era cálida en su trato y se fue con mi hermana hablando lo que quedaba del trayecto de ellas-saben-qué. En un momento, en un gesto amistoso, quiso medir a mi hermana con la otra niña que estaba a su costado; las tomó de la cabeza. Luciana no se dejó agarrar el pelo y se alejó. Tan ella, tan mi vida, tan mi queridísima Lu.

De las cinco vueltas que ordenó la profesora, las niñas la pasaban caminando las últimas tres. Era una expresión de la flojera pasajera de las niñas a esa edad. Como la profesora estaba distraída, un padre quiso ordenarle a todas que siguieran corriendo. Vera la mexicana le dijo que no molestara, al parecer era algo de ella.

Yo reniego de esas correcciones deportivas que lograban lo contrario. Me hacen recordar a mi padre gritándome desde las gradas en el colegio Claretiano. Quizás en mi caso, con tantos niños atizados por los goles de Ronaldo o Thierry Henry, competíamos por ser como ellos.

En la cancha, las niñas tienen que ser como son. Desde tímidas hasta valientes. Todo vale. Los modelos son más solidarios en el voley. Poco a poco, grito a grito, mate a mate, tras unas caídas leves, irán aprendiendo y formando el carácter que tanto requieren los padres, pero en el que sin darse cuenta interrumpen y tuercen.

Dejen que las niñas acaben tranquilas sus cinco vueltas y contemplen su conversión del cansancio a la alegría cuando la profesora les diga ¡corran!, ¡se acabó el ejercicio!, que coja cada una su pelota y comience a golpearla contra el piso.

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Canción

lunes, mayo 09, 2011

Que venga la mamá


Cotepinta
A ver quién llega primero, pienso, un instante antes de verla en la cima de las escaleras. Hacia dónde, le pregunto. Luciana señala “por allá”, a la derecha. Un espacio con sombra, una puerta transparente, personas de eternos brazos cruzados, sentadas y dejadas atrás. Entramos a un pasadizo y ella me pregunta finalmente: “¿cuál es el consultorio, el 114 o 411?”.


La confusión se debe probablemente a la emoción que le produce ver a su doctor de cabecera. En general, a mi hermana le gusta salir de la casa, si bien procuro salir con ella las veces que pueda, nunca fuimos a pasear a un hospital. En el auto, conversando en los asientos de atrás, me ha dicho que tiene dos doctores en el Rebagliati (hospital donde nació y yo también), un hombre y una mujer. No sabe precisar cuál le cae mejor.

Me provoca ir al hospital cuando veo que ella es feliz yendo a él conmigo. Ella no está enferma de nada grave, una vez la operaron de algo relacionado a la nariz, no recuerdo, no conozco mucho de su historial de visitas al médico. Esta vez, es un chequeo de rutina. Tengo la respuesta a su pregunta traspapelada en mi brazo derecho, es el 114, digo. Entonces hay que volver, dice y vuelve por el mismo pasillo poco iluminado del viejo azulado y elefantiásico hospital Rebagliatti.

Como es natural, la puerta estaba cerrada. No sé si tocar o dejar el papel de la cita en la ventanilla. Siempre que fui a las consultas médicas, todo lo hacía mi madre, que esta vez no había podido venir. En mi historial médico, perdido por algún rincón del seguro social, sindica mi experiencia en estos nosocomios donde se asolapa la tortura de niños, y Luciana lo sabe. Calculo que por lo menos cuatro veces al año, aquel chico débil que ahora escribe, visitaba las clínicas padeciendo fiebres altas o en busca de nebulizaciones estériles. Lo hacía siempre con miedo y sin soltura. Los doctores no me daban buena espina, salvo, y hay que decirlo, la doctora Dávila, quien asistió a mi madre cuando me tuvo un 16 de junio de 1989.

Obviamente no quería reemplazar a mi madre, pero estar allí era como si lo hiciera, lo que me salió espantoso. Simplemente, y era lógico, esperaría a la enfermera, o en todo caso iría a buscarla a esa puerta de donde salían mujeres de blanco o celeste, alguna sabría algo. Luciana también estaba de acuerdo en buscar a la enfermera. Salvo la señora metiche que esperaba consulta en el 115, que me dijo que lance la cita por la rendija de la puerta. Escéptico, no lo hice, no podía desprenderme de esa cita y colarla a un buzón que quizá nadie revisa. “Desconfiado, no crees”, me dijo la señora.

Vamos donde la enfermera, dije. No, dijo Luciana, espérame. La esperé, entró al baño por una urgencia no médica. La esperé, rogando que la señora no hablara de nuevo. Salió Luchi, más linda que cuando entró. Olvidé decir que la actuación de la mañana le había dejado unas chapas adorables en las mejillas. Su salón de clases había actuado presentado una obra de teatro por el día de las madres y ella había sido elegida como la madre. Era lo que correspondía, Luciana es la más alta del salón. Yo no pude asistir a su actuación, pero hay un video que la muestra cantando y llena de hijos.

Cuando sale del baño, le cuento que una enfermera apareció y le entregué la cita así que no había que desesperar. En cualquier momento nos llamaban. Para esperar el grito que corresponde a nuestra llamada, ella me dijo que esperásemos en las bancas de azul y amarillo, sin saber que podíamos condenarnos a tener siempre los brazos cruzados como los otros pacientes. No se lo dije. Fuimos a sentarnos y esperar la señal.

“Ese niño que entra al consultorio, va a llorar”, predice Luciana. Miro al niño y, efectivamente, está entrando al equivalente del purgatorio en un hospital, lo peor es que la puerta está señalizada y él niño, que no sabe leer por la precocidad de sus pasos, está perdido, o confía demasiado en la señora que lo lleva de la mano: “Vacunas”, reza el letrero, con letras construidas a propósito con varios colores y formas. Es tarde para avisarle, el mocoso está adentro.

Escuchamos nuestro apellido, Díaz, y vamos al consultorio. La enfermera que recibió la cita nos hace pasar, nos anuncia al doctor, que está rodeado de dos hombres grandes, forzudos, que parecen guardaespaldas, sin embargo, hablan amenamente de la última paciente que salió. “La tía estaba apurada, qué le podía decir, señora vuelta en dos meses nomás”, dijo entre risas, para luego percatarse que estábamos allí dos pacientes más.

Lo dejamos hablar, quería decir algo más, rectificarse o despacharse. “Qué puedo hacer, lamentablemente el sistema es así, no quisiera que pase, deben cambiar las reglas, no sé cuándo ocurrirá. Yo quisiera que vuelva mañana, que el seguro le cubra todo pero lamentablemente no puedo”, dijo y le pasó el historial médico de mi hermana a uno de los guardaespaldas que resultaron ser médicos aprendices.

Uno de ellos se sienta a mi costado, me pregunta si soy el padre de la niña, no, es mi hermana, le digo. “¿Cuándo fue su última crisis?”, pregunta. Evidentemente es a mí a quien pregunta, como no sabía qué responderle, miro a Luciana, ¿te acuerdas?, le pregunto. El aprendiz de doctor intuye que algo anda mal, que yo no sé nada de mi hermana. Hace poco estuvo enferma, hurgo en mis recuerdos, la cabeza, fiebre, ¿recuerdas Luciana?, vuelvo a insistirle. “En marzo, creo, me dolía la cabeza pero no recuerdo”.

¿Está usando Frucotizona?, pregunta de nuevo. Vuelo, la palabra “frucotizona” me remite a una plantación de frutas hidropónicas en un universo paralelo. Calculo que Luciana también, pues no recuerda que la Frucotizona es la medicina que toma todas las noches, un gas encapsulado antiasmático que inhala dos veces cada noche, con ocho respiraciones. Le traslado la pregunta a Luciana. “No pues, ella no sabe qué toma”, dice el rufián aprendiz de médico. Entonces Lu dice que no, que no lo toma.

El otro guardaespaldas, que también es médico aprendiz, conduce a mi hermana a la camilla para examinar sus pulmones, llenos de aire limpio. No encontrará nada raro, pienso. El primer doctor aprendiz me sigue preguntando, una y otra cosa, estoy obligado a decirle la verdad, que no recuerdo, no estoy pendiente de sus enfermedades. Me pregunta finalmente, donde está la mamá. Convencido de que no le incumbe la ubicación de mi madre, y menos a dos días del día de las madres, le respondo que sólo esta vez ella se ha ausentado, que a mí no me volverá a ver. Asiente el doctorcito. Luciana respira con la boca abierta, no nos mira, está bien, vuelve con nosotros.

-¿Has tenido moquitos en las narices, Lucianita? –ausculta el aprendiz-.
-¿Has tenido mocos? –repito con ordinariez, para asegurarme que escuchó la pregunta-
-Uhmm… sí, el otro mes, creo –le suma una expresión de confusión a su rostro-.

El doctor me riñe, así no se puede trabajar, pensará. Me ha dicho que la próxima vez tiene que venir alguien que sepa de Luciana. Culpable, lo miro y le digo que será la última vez, hoy no se pudo, doctor. En el fondo, las riñas del doctor me llevan a una tierra de ideas que no puedo ignorar: las madres son irremplazables. Aunque una suerte de pecado original latinoamericano, las lleva a sobreproteger a sus hijos, son impostergables, las mejores en lo que hacen, al menos la mía, que sabe más de mí y mis dolores y los dolores de Luciana y de los dolores de todos los que entran en su casa.

Salimos derrotados del consultorio, con los brazos caídos, inexplicablemente, con el pedazo de información que le dimos al aprendiz de doctor, éste ha hecho mucho con una nada. Apenas decía no sé, no me acuerdo, doctor, se volcaba al papel y lo rellenaba como si estuviera hechizado y con mucho ahínco. Sospecho, retornan mis dudas sobre los doctores apocalípticos. Tal vez los medicamentos que recogemos en la farmacia por encargo suyo no sirvan para nada y sólo nos alejan de la única verdad: Luciana está sana, más que nunca.

El paseo termina. Fundidos en el asiento de atrás del auto, Luciana abre fuego con el juguito de caja que mi madre le envió para la vuelta a casa. Le pido que me invite, su mirada es de una obviedad tremenda, resaltan los hoyos de su rostro por aspirar de la cañita, un ramalazo del sol sobrevuela su brazo extendido que se toca con el mío. Sus ojos me dicen que siempre estuve invitado a probar de su juguito de caja. Yo bebo, esperando el contagio inminente de su dulzura.
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Ayer fue el día de las madres y hoy toca McCartney en el Monumental de Lima. "And I love her", fue la primera que mi madre aprendió en su colegio. Bienaventurados aquellos que vean a un Beatle hoy.

sábado, octubre 16, 2010

La fila más aburrida del mundo



No es bueno sufragar en soledad. Se corre el riesgo cardiaco de molestarse, desdibujar el día y depositar un voto rabioso que, hecho el conteo final de actas, repercutirá nocivamente en el candidato que se quería favorecer. Nadie gana con el voto de un pueblo encabronado y asustado. Es mi teoría pero no pidan que la demuestre.

Hace poco fueron las elecciones municipales y tuve la suerte de ir al colegio donde me correspondía votar (por primera vez) acompañado por la candidata, bella e infalible, que tengo desde hace seis años: Luciana, mi Lulú.

La elección se polarizó entre, llamémoslas, Candidata-Glad y Candidata-Wild, es decir, dos mujeres, creo que un buen síntoma para la política peruana que la capital sea gobernada por manos femeninas. Ya era hora. Serán mil razones para no votar por una o por otra, pero C-Glad se ganó la simpatía de Luciana y, si yo la invité a que me acompañase a votar, no la iba a desairar votando por un candidato que no representara su alegría, entusiasmo y color.

Así que desperté un poco más allá del amanecer, salí a la sala y Luciana estaba viendo dibujos animados. Le pedí que ponga a las noticias, estaban transmitiendo cómo Candidata-Glad llegaba a su lugar de votación. Ella se emocionó y puso al canal cuatro. Vimos la turbamulta de periodistas que casi la aplastó, sin hacerle perder la sonrisa y levantar el dedo pulgar para que los televidentes la vieran optimista.

Luciana me pidió que me apure, que ya quería salir a votar conmigo. Felizmente, tengo la suerte de votar a la vuelta de mi casa, en un colegio estatal de mujeres. Era la primera vez que lo hacía así que me perseguía una infantil emoción, como toda Primera Vez, por acabar con mi virginidad electoral sin pensarlo mucho. Demoré un rato más al desayunar una sopa Ramen y darme un baño para entrar a la luz del día.

Doblamos dos esquinas cuando la realidad golpeó  nuestros rostros. Las calles que siempre vimos despobladas, ahora estaban invadidas por personas provenientes de todo el distrito. Era una mescolanza de desconocidos y esa mescolanza era la fiesta, la ciudadanía en estado bruto, el monstruo de la multitud reunida deseoso por expresar su inapelable decisión. Apuramos el paso, corrimos y estrellamos los hombros contra ellos.

Mi lugar de votación era el colegio donde el año 1994 mi hermana mayor, Romina, pasó días terribles como alumna del primer grado. Recuerdo cómo ella sufría todas las noches cuando mi madre le escarmenaba los cabellos ya que las niñas piojosas de su salón le habían contagiado liendres y quién sabe qué otros animales más. “Mi mamá tomaba un peine llamado ´patrullero´ y le bajaba todos los piojos”, le conté a Luciana, que le gustó un poco la historia.

Sin embargo, era el mediodía y la cola ocupaba dos veces la manzana. Le dije eso a Luciana para desanimarla de que me acompañe, dejarla en casa y volver yo solo. Luciana meditó un momento, de pronto, pedía entrar sin hacer cola, lo cual era imposible. Renegaba al no poder entrar, ese era el colegio de su amiga Abril, por alguna razón necesitaba conocerlo. En esa fila teníamos para una hora y ella, haciendo oídos sordos de mis advertencias que se agotaría y aburriría, decidió no volver a casa y acompañarme hasta el final, luego de soltar un par de lágrimas pertinentes.

Yo feliz. Fuimos a buscar la cola, dimos la vuelta pero antes de empezarla, le compré una golosina. Luciana vestía una vincha con resortes que terminan en dos pequeñas mariposas, una casaca polar turquesa y un bolso rojo de Pucca, además de su última adquisición: anteojos morados; su belleza peculiar era detectada y comentada por un par de chicas de la cola que la miraban (¿y de paso a mí?). Cuchicheaban sobre Lu, pero no hicimos caso.

Dos militares de la marina, agarrados de fusiles, resguardaban el orden desde el techo del colegio.

Cometí la temeridad de explicarle, a mi modo, algunas cosas densas sobre elecciones y democracia, que ella cortó con un “yaa, ya, ya entendí”. En el trayecto, una chica pasó con su hija menor, preguntaba si, al traer a su hija, podía exonerarse de la cola. “Condenada”, pensé yo, me jode cuando los niños son usados para eso, como si fueran boletos de metro o pasajes de avión.

Lo acepto en una embarazada, pero no en ese otro viejecito que intentó entrar al lado de su nieta, usándola, digo yo, ¿qué pensará ella en ese momento? Jamás usaría a Luciana para no hacer colas, ella y yo somos jóvenes y demostraríamos nuestra buena salud al esperar pacientemente las dos manzanas. Lo cual no me exime de, cuando esté solo, colarme indiscriminadamente, pero era una fiesta electoral, yo estaba emocionado y no era ese el caso.

Por fin dimos todas las vueltas, Luciana se estaba cansando cuando entramos al colegio. Meses antes, habían refaccionado las instalaciones por lo que todo lucía nuevo. La canchita estaba alfombrada de rojo y azul, los salones tenían la pintura uniforme, ventanas completas y unos baños decentes. Nada comparado con el colegio para brujas que era antes.

Una vez adentro, buscamos mi mesa de votación. La 937683, en el salón 104, junto a todos los abuelos. Los únicos jóvenes éramos Luciana y yo. Esa cola tenía veinte personas pero demoró más que la de afuera. Una hora más esperando, entre viejecitos que se colaban, las personas no decidían qué dirección debía seguir la cola, etc.

Luciana dijo desanimada “esta es la cola más aburrida del mundo”. “Sí”, dije, “mejor párate en el patio y te tomo fotos”, y accedió, se relajó un poco hasta que pude entrar al salón para votar. Los miembros de mi mesa tenían cara de haber sido extraídos de la cola por ir a votar temprano, bien por ellos. Me dieron dos sobres y fui a la cámara de votación a marcar.

Le dije a Lu que me espere cerca a la pizarra, cosa que obedeció por dos segundos, tal vez la gente amontonada la asustó y se acercó a mirar cómo elegía a la Candidata-Glad por Lima y al candidato de su mismo partido en mi distrito. Para resumir, creo en ellos porque tienen propuestas inclusivas y valoran la cultura como sello de identidad y encuentro, tienen un enfoque distinto del ciudadano, representan una izquierda democrática y prometieron convertir Amazonas, un jirón olvidado dedicado a la venta de libros viejos, al pie del río Rimac, en un Parque Cultural.

(En la cartilla del referéndum sobre el FONAVI, proyecto para devolver el dinero justo de unos aportantes de un fondo común de acceso a vivienda, marque “no”, con pena, quería marcar sí, pero no existe un registro que permita devolverles a cada uno lo que aportó, pues fue dinero para obras comunales, además, considero que la dirigencia fonavista ha formado un partido claramente corrupto).

Al salir, vimos a lo lejos al señor Waldo, papá de un amigo cercano. Luciana sugirió saludarlo y lo abordamos. El señor Waldo tiene pasado aprista pero me cae bien, supuse entonces por quiénes había votado y no quise ser pesado, así que hablamos de otro par de cosas. Esperaba a su esposa, la tía Thalia, vi que su dedo no estaba tan manchado como el mío. La tinta donde debía meter el dedo, acto que indicaba mi paso por las urnas ese día, se me había incrustado en las uñas; en cambio, el señor Waldo, con más experiencia y menos entusiasmo en las elecciones, había repasado su dedo superficialmente y con prudencia por esa tinta espesa y malévola.

Salimos del colegio agotados, las colas seguían siendo infinitas, cruzamos la multitud y terminé convencido de haber votado bien (este post queda como constancia si así no fuere, y no me refugiaré diciendo que voté por otra persona, si mis candidatos no se desempeñan bien). Cada votación tiene una historia y motivación particulares, esta vez fui feliz al lado de mi hermana, mi eterna candidata.

Luciana, por su parte, salió convencida de otra cosa, me dijo que el colegio le había gustado y que quería matricularse allí el próximo año.


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Fotografía de archivo.
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Por la demora de la ONPE en el conteo de votos, han salido muchas parodias sobre las elecciones municipales. Aquí uno de ellos.

domingo, febrero 14, 2010

El lugar de los estíqueres



Avanza hacia mi cama, todavía en pijamas, levanta la mirada, sube a una banca y jala mis dedos. De inmediato, abro los ojos, pero no estoy despierto. Sé que es ella: pocas veces como hoy me despierta cuando se lo pido la noche anterior. Estos días estoy durmiendo más de lo debido. Esta mañana ella no tiene qué hacer, está aburrida, mamá ha salido a pagar el recibo de teléfono.

No queda de otra, debo despertar y estar con ella que guía mis pasos para salir del sueño. Estoy arriba y semidormido, puedo caer del camarote. Ella lo va a evitar sosteniendo la banca donde he de pisar, qué amorosa. Entre que pongo un pie en el piso y quiero bajar el otro, alguien abre la puerta: es mamá, ha vuelto, Luciana suelta mis dedos y va corriendo a recibirla. Pierdo el equilibrio y aterrizo en la cama de abajo para dormir un rato más.

[…]

Cuando ya no resisto más la cama, me levanto y voy a la sala, Luciana ve en la televisión un programa llamado “Los Imaginadores”: cuatro tipos encerrados en una casa con tantas puertas como su imaginación pueda crear. Cada puerta lleva a una habitación donde resuelven sus problemas con creatividad. El enemigo es el “Señor Nudos”, un tipo pesado que ama la mala droga del aburrimiento. Aun así me cae simpático ese personaje, tal vez porque Luciana ya me ha confundido con el tal Nudos.

Cuando termina el programa me pide que la acompañe a comprar estíqueres de lo que sea: ha juntado dinero y quiere ir conmigo. Le digo que vaya sola, que ya puede cruzar la pista. Me dice que ¡no! que sólo una vez ha cruzado la pista sola pero porque tío la esperaba del otro lado.

Me espera a que me quite la ropa de dormir (polo blanco y pantalón una talla menor) por algo más presentable (mismo polo blanco, un short rojo y la gorrita de McDonalds). Llegamos a la "Tienda de Agustín", nos muestran el catálogo de estíqueres pero ninguno convence a Luciana (caritas felices, rosas, Barney, etcétera). Me dice que la siguiente tienda donde venden esos pega-pegas es en el Resort Plaza, en Breña. Pienso que es imposible ir hasta allá caminando, que mejor vamos en el auto de papá.

Así lo hacemos, pedimos permiso a papá que duerme plácidamente y nos llevamos el carro. Prendo la radio, está en una emisora de noticias, anuncian que, en la última encuesta de la Católica, Escritor Maldito lleva seis por ciento de intención de voto en Lima. Luciana me pide otra emisora, pongo “Doble Nueve” y me hace saber que le gusta. Si a ella le gusta a mí también me gusta: nunca he escuchado que las canciones se repitan en esa radio de sonidos raros.

Llegamos al mercado Resort Plaza, buscamos espacio para parquear. Cerca a la señora que vende chicha morada había uno, apago el auto, salimos a buscar los dichosos estíqueres de Hannah Montana. Caminamos, le pregunto a Luciana a cuánto ascienden sus ahorros, me dice que a un sol. Yo la corrijo: no se dice un sol, se dice “una luca” (en jerga limeña). Ella se ríe. Creo que no alcanzará con una luca así que vuelvo al auto para sacar más sencillo. Volteo y veo inmediatamente que se ha pinchado una llanta, en cuestión de segundos la delantera de la derecha se ha desinflado. Qué problemón, esa porción de caucho apachurrado me traerá problemas con mi viejo, pienso.

Me lamento por lo sucedido, primera vez que se me revienta una llanta, Luciana no parece tan preocupada. Para qué preocuparla, me digo, vamos a comprar los estíqueres y ya luego resolvemos esto al estilo de Los Imaginadores, le digo y se ríe. Me guía hasta un puesto lleno de cosas para niños. Ella señala el de la chica Montana, pagamos y nos vamos. Ya tenemos lo que queríamos al precio de un neumático. No hay que imaginar mucho para saber la solución, soy más inútil que el Señor Nudos, no sé cambiar una llanta así que llamo a mi viejo.

Él no parece preocupado cuando le cuento por teléfono lo sucedido. Ya sabía que esa rueda estaba vieja, con alambres sobresalidos y que en cualquier momento se reventaba. Nos dice que esperemos, que ya viene. Esperamos entonces. Con el vuelto compramos unas papitas al hilo. Como era de esperarse, Luciana siente sed y me pide agua. Le digo qué compraremos, me dice que le compre la chicha morada de la señora pero dudo de la higiene de esas aguas malas así que buscamos alguna tienda que venda agua mineral.

Tampoco estaba tan buena el agua mineral. Le digo que el primero que vea a papá le avisa al otro. Lo primero que vemos es a una niña patinando: lo hace perfecto, con velocidad y estilo hasta para frenar. Luciana me comenta que los patines de la niña tienen dos frenos, y los de ella tienen uno nomás.

De repente aparece papá caminando a paso lento. Me dice que abra la maletera y saque los instrumentos (llanta de repuesto, la gata, fierros varios, etcétera). Es la primera vez que cambiaré una llanta, este día aprenderé algo nuevo. Con el semáforo en rojo, el conductor de un auto detenido mira con curiosidad la desgracia automotriz. Mi viejo, al ver mi poca pericia para girar los pernos, hace el comentario malévolo del día: “es la primera vez que cambia una llanta”. Luciana observa de cerca.

Volvemos a casa exhaustos, pero el día no se desinfló igual que la llanta. Luciana abrió rápidamente los estíqueres y me regalo uno, el que menos le gustaba, como premio por mi compañía. Pegó los demás en el cuaderno de Ortografía que viene usando (ya está aprendiendo a escribir). El mío, lo pegué cerca de donde duermo, junto a todos los otros estíqueres que ya me había regalado antes.


 
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