sábado, octubre 16, 2010

La fila más aburrida del mundo



No es bueno sufragar en soledad. Se corre el riesgo cardiaco de molestarse, desdibujar el día y depositar un voto rabioso que, hecho el conteo final de actas, repercutirá nocivamente en el candidato que se quería favorecer. Nadie gana con el voto de un pueblo encabronado y asustado. Es mi teoría pero no pidan que la demuestre.

Hace poco fueron las elecciones municipales y tuve la suerte de ir al colegio donde me correspondía votar (por primera vez) acompañado por la candidata, bella e infalible, que tengo desde hace seis años: Luciana, mi Lulú.

La elección se polarizó entre, llamémoslas, Candidata-Glad y Candidata-Wild, es decir, dos mujeres, creo que un buen síntoma para la política peruana que la capital sea gobernada por manos femeninas. Ya era hora. Serán mil razones para no votar por una o por otra, pero C-Glad se ganó la simpatía de Luciana y, si yo la invité a que me acompañase a votar, no la iba a desairar votando por un candidato que no representara su alegría, entusiasmo y color.

Así que desperté un poco más allá del amanecer, salí a la sala y Luciana estaba viendo dibujos animados. Le pedí que ponga a las noticias, estaban transmitiendo cómo Candidata-Glad llegaba a su lugar de votación. Ella se emocionó y puso al canal cuatro. Vimos la turbamulta de periodistas que casi la aplastó, sin hacerle perder la sonrisa y levantar el dedo pulgar para que los televidentes la vieran optimista.

Luciana me pidió que me apure, que ya quería salir a votar conmigo. Felizmente, tengo la suerte de votar a la vuelta de mi casa, en un colegio estatal de mujeres. Era la primera vez que lo hacía así que me perseguía una infantil emoción, como toda Primera Vez, por acabar con mi virginidad electoral sin pensarlo mucho. Demoré un rato más al desayunar una sopa Ramen y darme un baño para entrar a la luz del día.

Doblamos dos esquinas cuando la realidad golpeó  nuestros rostros. Las calles que siempre vimos despobladas, ahora estaban invadidas por personas provenientes de todo el distrito. Era una mescolanza de desconocidos y esa mescolanza era la fiesta, la ciudadanía en estado bruto, el monstruo de la multitud reunida deseoso por expresar su inapelable decisión. Apuramos el paso, corrimos y estrellamos los hombros contra ellos.

Mi lugar de votación era el colegio donde el año 1994 mi hermana mayor, Romina, pasó días terribles como alumna del primer grado. Recuerdo cómo ella sufría todas las noches cuando mi madre le escarmenaba los cabellos ya que las niñas piojosas de su salón le habían contagiado liendres y quién sabe qué otros animales más. “Mi mamá tomaba un peine llamado ´patrullero´ y le bajaba todos los piojos”, le conté a Luciana, que le gustó un poco la historia.

Sin embargo, era el mediodía y la cola ocupaba dos veces la manzana. Le dije eso a Luciana para desanimarla de que me acompañe, dejarla en casa y volver yo solo. Luciana meditó un momento, de pronto, pedía entrar sin hacer cola, lo cual era imposible. Renegaba al no poder entrar, ese era el colegio de su amiga Abril, por alguna razón necesitaba conocerlo. En esa fila teníamos para una hora y ella, haciendo oídos sordos de mis advertencias que se agotaría y aburriría, decidió no volver a casa y acompañarme hasta el final, luego de soltar un par de lágrimas pertinentes.

Yo feliz. Fuimos a buscar la cola, dimos la vuelta pero antes de empezarla, le compré una golosina. Luciana vestía una vincha con resortes que terminan en dos pequeñas mariposas, una casaca polar turquesa y un bolso rojo de Pucca, además de su última adquisición: anteojos morados; su belleza peculiar era detectada y comentada por un par de chicas de la cola que la miraban (¿y de paso a mí?). Cuchicheaban sobre Lu, pero no hicimos caso.

Dos militares de la marina, agarrados de fusiles, resguardaban el orden desde el techo del colegio.

Cometí la temeridad de explicarle, a mi modo, algunas cosas densas sobre elecciones y democracia, que ella cortó con un “yaa, ya, ya entendí”. En el trayecto, una chica pasó con su hija menor, preguntaba si, al traer a su hija, podía exonerarse de la cola. “Condenada”, pensé yo, me jode cuando los niños son usados para eso, como si fueran boletos de metro o pasajes de avión.

Lo acepto en una embarazada, pero no en ese otro viejecito que intentó entrar al lado de su nieta, usándola, digo yo, ¿qué pensará ella en ese momento? Jamás usaría a Luciana para no hacer colas, ella y yo somos jóvenes y demostraríamos nuestra buena salud al esperar pacientemente las dos manzanas. Lo cual no me exime de, cuando esté solo, colarme indiscriminadamente, pero era una fiesta electoral, yo estaba emocionado y no era ese el caso.

Por fin dimos todas las vueltas, Luciana se estaba cansando cuando entramos al colegio. Meses antes, habían refaccionado las instalaciones por lo que todo lucía nuevo. La canchita estaba alfombrada de rojo y azul, los salones tenían la pintura uniforme, ventanas completas y unos baños decentes. Nada comparado con el colegio para brujas que era antes.

Una vez adentro, buscamos mi mesa de votación. La 937683, en el salón 104, junto a todos los abuelos. Los únicos jóvenes éramos Luciana y yo. Esa cola tenía veinte personas pero demoró más que la de afuera. Una hora más esperando, entre viejecitos que se colaban, las personas no decidían qué dirección debía seguir la cola, etc.

Luciana dijo desanimada “esta es la cola más aburrida del mundo”. “Sí”, dije, “mejor párate en el patio y te tomo fotos”, y accedió, se relajó un poco hasta que pude entrar al salón para votar. Los miembros de mi mesa tenían cara de haber sido extraídos de la cola por ir a votar temprano, bien por ellos. Me dieron dos sobres y fui a la cámara de votación a marcar.

Le dije a Lu que me espere cerca a la pizarra, cosa que obedeció por dos segundos, tal vez la gente amontonada la asustó y se acercó a mirar cómo elegía a la Candidata-Glad por Lima y al candidato de su mismo partido en mi distrito. Para resumir, creo en ellos porque tienen propuestas inclusivas y valoran la cultura como sello de identidad y encuentro, tienen un enfoque distinto del ciudadano, representan una izquierda democrática y prometieron convertir Amazonas, un jirón olvidado dedicado a la venta de libros viejos, al pie del río Rimac, en un Parque Cultural.

(En la cartilla del referéndum sobre el FONAVI, proyecto para devolver el dinero justo de unos aportantes de un fondo común de acceso a vivienda, marque “no”, con pena, quería marcar sí, pero no existe un registro que permita devolverles a cada uno lo que aportó, pues fue dinero para obras comunales, además, considero que la dirigencia fonavista ha formado un partido claramente corrupto).

Al salir, vimos a lo lejos al señor Waldo, papá de un amigo cercano. Luciana sugirió saludarlo y lo abordamos. El señor Waldo tiene pasado aprista pero me cae bien, supuse entonces por quiénes había votado y no quise ser pesado, así que hablamos de otro par de cosas. Esperaba a su esposa, la tía Thalia, vi que su dedo no estaba tan manchado como el mío. La tinta donde debía meter el dedo, acto que indicaba mi paso por las urnas ese día, se me había incrustado en las uñas; en cambio, el señor Waldo, con más experiencia y menos entusiasmo en las elecciones, había repasado su dedo superficialmente y con prudencia por esa tinta espesa y malévola.

Salimos del colegio agotados, las colas seguían siendo infinitas, cruzamos la multitud y terminé convencido de haber votado bien (este post queda como constancia si así no fuere, y no me refugiaré diciendo que voté por otra persona, si mis candidatos no se desempeñan bien). Cada votación tiene una historia y motivación particulares, esta vez fui feliz al lado de mi hermana, mi eterna candidata.

Luciana, por su parte, salió convencida de otra cosa, me dijo que el colegio le había gustado y que quería matricularse allí el próximo año.


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Fotografía de archivo.
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Por la demora de la ONPE en el conteo de votos, han salido muchas parodias sobre las elecciones municipales. Aquí uno de ellos.

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