lunes, noviembre 30, 2009

La mentira de la ducha


-¡Luciana, ya está llena la tina. Ven! -vocifera mi madre desde la cocina-.

Me despierto con sus gritos. Bajo de la cama, voy a la cocina. Le pregunto si hay sopa ramen para desayunar. Me dice que sí y que “llama a tu hermana (Luciana) que la ducha está lista”. Yo feliz.

Fui al dormitorio de Lu. Estaba en toalla, bajo las colchas, con frío. Apenas me miró, se molestó. Rumió por el desagrado matinal de verme. Ella es así, si no despierta de buen humor, hay que conquistarla suavemente cada día. Tal vez sea normal a su edad, pero para mí, Luciana ya está cargada de cierta cólera innecesaria que le transmitimos los mayores y por eso reacciona así.

Ella siempre busca a mi madre pero, como aparecí yo, se molestó. Para barajarla, continué mi camino en ese dormitorio que está dividido en dos. Al otro lado dormía Romina, mi otra hermana. Así que me hice el que no vi a Lu molesta y le dije a Romina lo que le debí decir a Luciana.

-¡Romina, dice mi mamá que vayas! –ahora Luciana me prestaba atención-.

-Ay, no molestes –me dijo Romina, que miraba cómo le hacía señas para que me siguiera la corriente-.

-¡Ya está lista la ducha, Romina!

-Ay, ya, dile que me espere, que ya voy –dijo Romina, la cómplice, con voz soñolienta-.

-Mamáaaa, dice que ya va –le grité a mi madrecita y me dirigí a Lu esta vez-. Pucha, Romina no hace caso –esta vez Luciana me prestaba atención, lo estaba logrando-.

Era el viejo truco de confundir a las hermanas para llamar la atención de la menor, en este caso, Luciana. Quien tenga dos hermanas, una de 21 y la otra de cinco, comprenderá lo que digo.

-Romina es una malcriada –decía Luciana, con poses de vieja renegona-.

-Sí pues, sigue dormidaza. ¿Ahora qué hago para que se mueva?

-No, no. ¡Cárgala!

-Verdad ¿no? pero pesará mucho.

-No, no pesa, yo la he cargado –lo que era mentira obviamente-.

En ese momento, cambié el chip del hermano despistado. Hice los mohínes de quien repiensa lo que le han dicho y le dije a Lu.

-Ah, pero de repente mamá me estaba hablando de ti, porque tú también eres mi hermana. Yo tengo dos hermanas. A ver –abrí la colcha-. ¡Ves! Tú estás con tu bata, ¡tú eres la que se va bañar!

Lo negó todo, quería insistir con mi táctica del chico despistado, que confunde una hermana con otra. Lástima, Luciana, que todavía soy un poco más listo que tú y usé eso para que me hables con fluidez. Pero algo muy distinto era ahora llevarla a la ducha: el reto era que lo haga por sus propios pasos.

-Ya sé, tengo una idea –le dije usando el viejo truco de llamar su atención con una migaja de imaginación-.

-¿Cuál? –respondió ella, como quien mira un farolito sobre mi cabeza-.

-Yo voy a distraer a mamá en la cocina para que tú te metas a la ducha sin que te vea. Luego la abres y cuando mamá escuche que cae el agua yo le diré “ves mamá Romina ya está en la ducha como te dije”. Entonces ella se sorprenderá y me dirá “pero yo no te dije Romina, ¡te dije Luciana!”.

-Jajá, ya-ya. Pero rápido rápido.

-Ok, yo te aviso ah.

Listo. Ella sería llevada por sus pies, convencida de bañarse y orienta a cumplir cada paso de mi plan, que tenía como esencia poderosa la mentira. La mentira que revolotea a cualquier niño y que yo sigo con fascinación.

Esto no lo vio Lu: fui donde mamá, le dije en voz baja que se metiera conmigo a la cocina. Con voz sobreactuada dije “mamá, ya viene ya. Más bien, ¿dónde has guardado el sobre de Ramen?”. Ella me dijo “qué bueno, que se apure nomás. Espérame que yo te busco el sobre”. Luego dije “oh, gracias” y fui corriendo donde Luciana a darle la señal para que salga corriendo a la bañera.

Entré al dormitorio, ella me vio y le dije “¡vamos: corres y abres la ducha!”. Ella se puso con locura las sandalias especiales para el agua y corrió detrás de mí. Mi madre seguía en la cocina buscando ficticiamente un sobre de sopa instantánea.

Volví a la cocina a escuchar cómo Luciana abría la grifa. Cuando pasó dije:

-Ves mamá, Romina ya está en la ducha.

-¿Romina? ¡Yo te hablaba de Luciana! –me dijo sobreactuando-.

-¿Quéeee? No me digas. Con razón Romina me decía que no quería bañarse.

-A ver voy a ver, le voy a decir que no se bañe.

Dijo mi mamá antes de abrir la puerta del baño. Asomó su cabeza y se dio con la anunciada sorpresa que era efectivamente Luciana, como ella quería. Del otro lado, Luciana pensó con natural carcajada que mi madre había sido engañada por nosotros dos, que nos educamos desde tiempo atrás en el arte delicado de paladear la mentira.

Sin querer, Luciana me enseña a mentir siempre. Mentir qué hago, qué miro, con quién salgo: claro que yo lo hago con calculada malicia. Ella lo hace llevada por las ganas nobles de controlar el mundo, de tenernos en su poder o llevarnos a su territorio, aquel donde ella nos pueda manejar como títeres.

En el fondo, dicen algunos expertos, busca seguridad. Ella tiene cinco años, naturalmente no puede modificar el mundo a su antojo. Por eso usa la mentira, monta sobre la realidad la verdad que necesite y me busca meter en ella. Yo no lo pienso una sola vez antes de acompañarla en su aventura. Aunque a veces me irrita, debo entender que esté es un entrenamiento que no debo interrumpir para cuando verdaderamente tenga que manejar los asuntos importantes de la ciudad.

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Recomiendo esta columna del periodista Beto Ortiz: Enséñale a caer. Es sobre un padre joven que no sabe cómo criar a su primer hijo. Denle click.

jueves, octubre 01, 2009

Luz y Tiempo



Eso sí, alejen las cámaras del alcance de los niños de la casa, recomendó la profesora de Fotografía. No lo dijo porque los niños sean unos idiotitas-rompe-todo, sino porque siempre hay alguien mayor que sabe advertir con tiempo prudente las posibles complicaciones del devenir, en este caso, del incipiente arte técnico fotografístico de nosotros sus alumnos.

Animado por la advertencia, y queriendo cambiar un poquito mi historia de chico obediente, quise quebrar la prohibición y enseñarle a Luciana la Nikon que me prestaron en la facultad. Pero cuando le dije a Lu que le quería mostrar la cámara, no le interesó y siguió su camino juguetón sin mirarme.

Es una prodigiosa Nikon analógica profesional de color negro que a ojos de Luciana y de la familia ha empequeñecido el antiguo relumbre plateado de mi olvidada y rectangular cámara digital Olympus. Es más, ahora Olympus fotografía a Nikon (en una suerte de batalla de obturaciones galácticas).

Primero tengo que hacer mi tarea con la cámara y si sobra rollo te tomo a ti ¿ya Luchi?, le dije el segundo día que tuve la Nikon. Se molestó por eso. Cómo que no había fotos para ella, habrá pensado. Entonces ya no juego contigo, me dijo refunfuñando de su suerte, o del hermano “malaleche” que le tocó.

Al tercer día resucitó la curiosidad que creí perdida. Oye, ¿y la cámara que me ibas a enseñar?, me aguijoneó Luciana mientras veía algún dibujo. Ah ya, ahorita te la muestro, le dije, espérame, y fui a sacar la cámara del maletín. La cámara viene con tres lentes: el Normal, el Teleobjetivo y el Angular, que me gusta más porque su vista es ancha y profunda.

Le enseñé lo básico: no la toques si no estás conmigo. Ella pasaba los lentes de mano en mano, miraba por el visor, encendía la luz del fotómetro, giraba el anillo de enfoque, abría y cerraba el diafragma, sobreexponía y subexponía, acercaba el frutero hacia ella con el lente de 210 milímetros, encuadraba un pedazo de la realidad. Luego se ponía triste cuando le recordaba que no podía tomar fotos.

Se acercaba la hora de dormir y yo necesitaba tomarle unas fotos a contraluz (con la luz detrás de Ella). Mi madre quería que se durmiera rápido, pues Ella debía ir a un velorio. Si mi madre sale, Luciana se preocupa y a cada rato la reclama: no se queda tranquila. Yo le dije que la haría dormir, pero que primero le tomaba unas fotos rapidazo. Mi mamá aceptó a regañadientes.

Una vez en su cuarto, no se dejaba fotografiar. Además había poca luz, maldición, no se podía. La cámara no usaba luz adicional, es decir, “flash”. Me demoraba: supongo que eso les pasa a todos los recién iniciados en el manejo de cámaras analógicas, que las digitales son más fáciles de usar, pero menos feeling. Las analógicas no son fáciles de domesticar: debes buscar luz, exponerla determinado tiempo, a la velocidad y diafragma correctos.

Luz y tiempo: ingredientes primeros de la fotografía, y no se entenderá hasta no tocar una de estas cámaras. Hay quienes, románticos, se niegan a dejar de tomar fotos con las cámaras analógicas. Hay quienes, apurados, sin tiempo, se refugian en la digital. Lo único que comparten, como fotógrafos, es la capacidad para impresionarse. El fotógrafo vive impresionado con la realidad y no le queda más que fotografiarla sin detenerse.

Luciana sonreía delante de la luz, pero la escena necesitaba un brillo más potente. Llegó un momento en que Luchi empezó a desganarse en sus poses. Quiero hacer un dibujo, empezó a decirme Lu. No le hice caso y se me ocurrió ir a la otra habitación. En mi escritorio hay más luz, pensaba y la llevé.

Prendí la luz blanca de mi escritorio, Luciana se subió a la silla giratoria y así quedó a mitad de camino entre la luz y yo, que estaba en la cama buscando una buena composición. Volvió a insistir en dibujar algo y tomarse foto con ese dibujo. Yo le dije que, es contraluz, que su dibujo no iba a salir bien pero, terca, suavemente terca, bellamente terca, inventó un pequeño berrinche que hizo que le dejara.

Hacer el dibujo demoraría más, qué flojera, mi madre se irritaría mucho, Luciana perdería horas de sueño y ya mi paciencia tomaba el color del negativo. Ve a hacer tu dibujo pero luego posarás para mí eh, le dije a Lu, aflojando. Los últimos tiempos vivir con Lu se ha vuelto una manera ininterrumpida de aflojar en las decisiones por contentarla. Ya no me hace caso como antes. Ha aprendido a pisotear mis mandatos sin remordimientos. Es decir, la cosa se va poniendo interesante a sus cinco años y medio.

Pintó una hoja bond por los dos lados: trazos inentendibles que colgué al lado de ella, como era su deseo, mientras le tomaba fotos. Con su dibujo al costado, Luciana ya era fotografiable y fue así como conseguí mis tres tomas a contraluz aquella tarde-noche de mediados de setiembre.


Jamás seré un fotógrafo pero sí un precario impresionado, el admirador que Luciana no pidió. De manera equívoca, no me impresionan muchas cosas: soy un atristado chico dormilón. De manera unívoca, Luciana me deslumbra cada día con sus jugarretas, tiernas y belicosas, dulces y agrias, suaves y sólidas: ella sabe destruirme con el golpe de la sorpresa.

¡Flash!


jueves, septiembre 03, 2009

El Pozo de los Deseos


Agosto ha terminado ya. Desde el último viernes, Luciana llego del colegio con la idea de escribirle una carta a Santa Rosa de Lima. La idea la tuvo gracias a su profesora, quien le contó que tal santa hacía milagros, era buena y los ratones no le mordían; y a nosotros sí nos muerden, decía Lu en el almuerzo. Es que ella se portaba bien y comía su comida, agregó convenida mi madre.

Lo que recuerdo de Santa Rosa es lo que sigue: alguna vez se castigó a latigazos, cuarenta en total, para sentirse como Cristo antes de ser crucificado. Vivía en un pequeño cuarto de un Convento del centro de la ciudad, que ha sido ambientado para recibir ofrendas económicas de despistados creyentes. Cerca a su cuarto hay un pozo donde, según sigue contando la leyenda, aquel que escriba en clave de carta sus deseos más inalcanzables, con mucha fe, los verá cumplidos en el mediano o corto plazo por milagro de la santa Rosa.

Es un ícono de la cultura religiosa en el Perú, o al menos en Lima. Lo cierto es que en un país llamado Filipinas también la veneran, puede decirse que es su patrona. Según mi viejo, que no iba al Convento hace años, nunca vio tanta gente visitándola como este año (que me animé a ir con él, mi tío y Lu). Era la primera vez que Luciana visitaba el Pozo de los Deseos. Sin su pedido expreso, es decir, si no hubiera jodido los días previos, tal vez ni me animaba a ir. Siempre es curioso acompañar a Luchi en estas incursiones que se le ocurren.

Un día antes, el sábado, ayudé a Luchi a confeccionar su carta, pedilona de más. ¿Qué quieres pedirle?, le pregunté ensimismado. Quiero que cuide a mi familia, me dijo. Mejor algo más, le dije. Pero no sé qué, respondió. Al final quedó así…

"Estimada Santa Rosa si no es mucha molestia vengo a pedirte que cuides a mi familia y a los niños de la calle. Luciana"


El semáforo en rojo nos detuvo. Para mí es difícil asistir entusiasmado a un evento religioso (sí lo hago de curioso, llevado por el morbo antropológico). No entiendo cómo se puede creer tanto en las divinidades, de dónde viene la fe. Si me paso al lado de los descreídos, tampoco podría decir que lo soy totalmente, pues me encomiendo hondamente a Dios en los aviones o cuando le pido un gol más para que la selección peruana no haga un papelón en las Eliminatorias (he llegado a lagrimear al no ver cumplido mi deseo). Sin embargo, Luciana puede mover mis cimientos espirituales y llevarme de la mano sin problemas; como el granito de mostaza que mueve montañas.

El primer error, creo, es pedirle cosas a Dios (o a uno de sus santos ministros). Es infructuoso y conchudo pedirle un auto, un ascenso o la felicidad (ni en minúsculas). Es más real recibir resignadamente lo que él nos envíe desde su justiciero altar, a la izquierda de Jesús; esto sólo si se cree en él. Que lo que Él nos tenga reservado no se condiga con nuestras expectativas confirma la ley de la fatalidad, inherente a la condición humana. Además, quién nos manda a crearnos expectativas.

El segundo error viene con la creencia de que Dios está únicamente en las Iglesias. Cuántos casos de gente que asiste al Templo a dárselas de buena, rezar en profundo silencio y, apenas pisa la calle retorna a sus manías egoístas, mezquinas y poco solidarias con el prójimo que Dios mandó amar. Prójimo mi enemigo, que me conoce y finge no saberme, dijo el poeta. Y qué de la muchedumbre que acude a las Iglesias sólo cuando se celebran efemérides multitudinarias (v.gr. la misa de Gallo o Semana Santa). Eso me cuestionaría como cristiano.

Es más saludable y honesto practicar el amor y la justicia en las calles, con la gente de a pie, la que podemos ver, tocar, ayudar o agradecer. Es liberador creer que los pecados no existen, ni su clasificación en graves o veniales. Y menos lavarse las manos con cierta cantidad de padrenuestros que empaten esos pecados con las oraciones.

Tres bocinazos rápidos me despertaron del “Reino de los Fines” en el que me encontraba volando sin alas, con el sólo soplido de mis convicciones de filósofo de esquina. Y es que había un tráfico espantoso en la avenida Bolivia que me daba para cabecear un rato. Encontramos una cochera para guardar el carro a cinco cuadras del Convento, las cuales tuvimos que caminar tapándonos las narices.

A lo largo de la avenida Tacna había miles de escolares uniformados y en fila esperando la orden del instructor a moverse. Otros, debajo de ropajes típicos de muchas zonas del Perú ultimaban sus coreografías. Había muchos policías y seguridad así que saqué la cámara e hice unas tomas, que hace pocos años no me hubiera atrevido a hacer en ese tugurio de la ciudad. Aunque siempre con cuidado.

Al llegar a la cola para entrar al Convento, que no esperábamos que fuera de tres cuadras (según mi cuestionable alcance visual), mi viejo, en contra del peregrinaje, hizo la criollada más antigua de todas luego de que yo le dije en broma al oído, mientras sujetaba a Luciana, no voy a hacer esa cola, papá cólate(1). Quien sí fue más honesto fue mi tío, él no se dio cuenta de lo que hizo mi viejo y caminó varias cuadras para hacer su cola y esperar su justo turno de ingreso. Puesto a elegir entre Dios y el Diablo, elegí el segundo y me colé junto a mi padre. Lamentablemente, perdimos a mi tío en esa reprochable acción, que se hizo más fácil con Luciana a mi costado. Es diferente colarse agarrado de un niño que hacerlo sin él (comprendí lo que sintió Billy Zane en Titanic cuando, para salvar su pellejo, coge a un niño y sube a un bote aduciendo que es su padre: en evidente manoseo a la inocencia).

El asunto es que entramos antes de lo esperado. Una vez adentro pasamos por la casita de Santa Rosa que, como ya dije, ha sido ambientada para recibir monedas para, supongo, el mantenimiento de esta estructura. Luego, mientras mi viejo nos guardaba la cola malhadada, fui con Luchi para unas fotos en la estatua de Santa Rosa y en la Cruz. Salió con rostro asustado. Le conté que cuando niño hice mi carta le pedí cosas tan estúpidas como: Quiero sacarme buenas notas o quiero ingresar a la Universidad. Ella se rió de mí.

Una vez cerca al Pozo de los Deseos, Luciana abrió su cartera con gran toque femenino, extrajo de ella el papiro que contenía sus reclamos, empino hacia la oscuridad del hueco, observó su profundidad y, como quien suelta una paloma mensajera, dejó volar sus deseos a las tinieblas del pozo.

De no olvidar sus pedidos, le podrá reclamar en el futuro las cosas a Dios.

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(1) Acto desleal de origen aprioristicamente limeño que consiste en adelantar en la cola tantos espacios como sea posible al último de la fila que, posiblemente, no dará cuenta de haber sido timado. Eso sí, el reclamo de los que quedaron atrás no se hará esperar.

PD. Quien quiera recomendar bibliografía religiosa o filosófica acerca de la Trascendencia será bienvenid@ con fervor santarosino.

martes, agosto 11, 2009

Auster: oscuridad, memoria y soledad


Texto en espejo.

Si la voz de una mujer narrando cuentos tiene el poder de traer niños al mundo [refiriéndose a Las Mil y Una Noches], también es cierto que un niño tiene el poder de dar vida a sus propios cuentos. Dicen que si el hombre no pudiera soñar por las noches se volvería loco; del mismo modo, si a un niño no se le permite entrar en el mundo de lo imaginario, nunca llegará a asumir la realidad. La necesidad de relatos de un niño es tan fundamental como su necesidad de comida y se manifiesta del mismo modo que el hambre.

–¡Cuéntame un cuento! – dice el niño –. ¡Cuéntame un cuento, cuéntame un cuento, papi, por favor!

Entonces el padre se sienta y le narra un cuento a su hijo. O se echa en la cama junto a él, en la cama del niño, y comienza a hablar, como si en el mundo no quedara nada más que su voz contándole una historia a su hijo en la oscuridad. A menudo es un cuento de hadas, o de aventuras; pero a veces no es más que un simple salto en el mundo imaginario.

–Había una vez un niño pequeño llamado Daniel – le dice A. a su hijo Daniel.

Estas historias en que el mismo niño es el protagonista son quizá las que más le gustan. A. advierte que, en forma similar, cuando él se sienta en su habitación a escribir el Libro de la Memoria, cuenta su propia historia hablando de sí mismo como si fuera otro. Para encontrarse, primero necesita ausentarse, y por eso dice A. cuando en realidad quisiera decir “Yo”, pues la historia del recuerdo es la historia de lo que se ha visto. La voz, por lo tanto, continúa. E incluso cuando el niño ha cerrado los ojos para dormir, la voz de su padre sigue hablando en la oscuridad.

(Paul Auster en La Invención de la Soledad, página 218)

Lo único por decir: Los extractos de arriba y de abajo los saque del libro “La Invención…”, del neoyorquino Paul Auster. Exactamente de la segunda parte que se llama “El Libro de la Memoria”. Los publico para que queden grabados (que es una forma de problematizar la memoria) ya que encierra reflexiones esclarecedoras de la relación “padre – hijo – padre”. Es también mi manera de recomendarlo. Además que tiene una interpretación espectacular sobre Pinocho, aquel niño madera que salvo a su padre y alcanzó ser un niño real. Desde el oscuro vientre de una ballena.

Posible epígrafe al Libro de la Memoria.

“ Sin duda es en el niño donde encontramos los primeros indicios de la actividad creativa. La ocupación preferida y más cautivante del niño es el juego. Tal vez podríamos decir que todo niño que juega es como un escritor imaginativo porque crea un mundo propio o, más exactamente, reordena las cosas de este mundo de una forma novedosa… Sería incorrecto suponer que no toma ese mundo con seriedad; por el contrario, toma el juego con mucha seriedad y pone mucho sentimiento en él ” (Freud)

“ No puede olvidarse que la importancia concedida a los recuerdos de la niñez del escritor, que tal vez parezcan muy extraños, se deriva al fin y al cabo de la hipótesis de que la imaginación creativa, al igual que las fantasías, es una continuación y un sustituto del juego de la infancia ” (Freud)

(citado por Auster en La invención de la Soledad, pagina 233)

La edición es de Anagrama, 1994.

viernes, julio 31, 2009

Un frío filme



Foto: bbheart

Era una promesa que esperaba Luciana hace mucho: ir al cine. Desde la primera vez que fuimos a ver a aquel Oso pugilista el año pasado en el cine Metro Jesús María. A decir verdad, esa vez, a Luciana le espantó descubrir que las salas fueran más oscuras que su dormitorio de noche. Pero fue más traumatizante para Ella descubrir que los escalones tenían lucecillas repartidas para no tropezarnos, simulando unas subterráneas luciérnagas amarillas que nos miraban atentas. El origen de esos sus miedos no sabría explicarlos.

Ahora queríamos ver una buena película para niños, o qué otra cosa somos, y en pantalla grande. El problema era que no llegaba ninguna a Lima. Extrañamente yo, que siempre renegaba de esas cientos de películas animadas que aterrizaban aquí cada jueves, ahora rezongaba porque no estrenaban ninguna.

Fuerzas G fue la primera opción que llegó al mercado limeño: supongo que divertida, cuatro cuyes o hamsters son espías que salvarán a la Tierra, como siempre: en una labor de lo más mesiánica e inverosímil para cuatro roedores de laboratorio. Todavía espero la adaptación al cine de Cerebro y Pinky.

La Era del Hielo III me atraía más, mucho más. Lo siento, Luciana. Por ahora yo elijo las películas. Calculo que tú tomaras las riendas de nuestras aventuras cuando tengas mayor uso de razón que yo, es decir, en unos meses más. Habiendo sido posible que yo la haya obtenido hace poco y no estemos tan lejos en verdad (o, claro, que todavía no haya acusado recibo de mi ´uso de razón’).

Había visto la Uno, no la Dos, qué importaba. Luciana no había visto ninguna pero eso, como a muchos de miles de niños que se apostan a ver las películas que sus divertidos viejos elijen para terminar divirtiéndose más que sus hijos, importaba menos. Así que, una tarde de julio, yacíamos los dos hermanos Díaz en la cola a punto de comprar las entradas.

Fue una sorpresota reencontrar a Sara, de tornasolados ojos y sonrisa pícara, al otro lado del mostrador, los años la habían hecho encontrar ese otro lado de la belleza, el que no conoce de inocencias. A Sara la conocí en la primaria, le dije luego a Luciana, en un colegio donde lo menos que piensas encontrar es a chicas dulces como ella, en un colegio donde, valgan verdades, nunca matricularía a Luciana. Abrigué la esperanza de que no me cobrara por Luciana, al fin y al cabo tenía cinco pero se la podía hacer pasar de cuatro. Ella en su computadora y yo con Luciana:

-Hola Sara. Qué sorpresa, cómo te va – ojala esa familiaridad no la haya comprometido, no sé, tengo la idea de que su explotador jefe no aguanta los tuteos con los clientes –.

-Hola, reiner. Todo bien. ¿Qué vienes a ver? – y la sonrisa inmortal –.

-La Era del Hielo, pero tú crees que tengo que pagar por Ella – señalé con la mirada a Luciana. Sara apoyó las manos en el teclado, se despegó del asiento para verla mejor e hizo un mohín, como lamentándolo todo —.

- Ay, qué mona. Qué edad tiene – indagó Sarita, desconfiada como no la recordaba –.

La pregunta me obligaba a mentir frente a Luciana, aunque con su autorización. Muy precavido, le advertí a Luciana, camino al cine, que me iba a ver obligado a falsear sobre su edad, que eso iba pasar. Este no es un dato menor, a Ella le carcomía las tripas la idea de rebajarse la edad un año y me preguntaba con qué fin perpetraría tal delito. Yo le explicaba que la última vez que fuimos a ese cine para ver KFPanda, al momento de entrar a la sala, no había nadie cuidando en la puerta quien llevaba boletos o quién no. Es decir, pude haber no pagado por Ella y no pasaba nada pues no había cuidador y Luciana parecía, en ese entonces, como de tres. A Lu no la persuadían mis enredados argumentos, no le gustaba la idea de bajarse la edad, no por ahora. Así que para no afectarla tanto le planteé que aceptara bajarse la edad sólo por esas dos horas, Luchi. Apenas salgamos del cine, vuelves a tener cinco, te lo prometo, le dije. Menos mal eso le gustó. De lo contrario hubiera sido peligroso que me desmintiera al lado de Sara cuando respondí…

-Tiene cuatro años, creo que no tiene que pagar ¿no? – Luchi me miró, crucé los dedos –.

-Me temo que sí – supe encajar y devolví con mi mejor expresión de chico sin paltas, que no se hace problemas, que paga lo que el comerciante exige sin mediar el precio –.

-Ok, no hay problema. Aquí tienes los dieciséis soles –y para desterrar el mínimo rastro de tacañería en mi proceder le dije—. Ah, pero está doblada ¿no?

-Sí, pero no está en 3D porsiaca. Y sólo tengo la función de las cinco y media ¿no importa?

-Pucha, ya pues qué le vamos a hacer, dámelas no más.

-Ok, aquí tienes: sala Uno, cinco y media – y pasó los papelitos debajo del ventanal que nos separaba—

-Gracias, Sarita. Ya nos vemos. Salúdame a tu hermana.

-Ok, yo le digo. Chau – y la sonrisa, inmortal —.

Le expliqué a Luchi que esperaríamos media hora más. Que no había sitios en la función de las cinco. Se desanimó, la lleve unos pasos más adelante, a ver a los que jugaban boliche. Le expliqué lo básico, que cada bola pesaba diferente según lo que puedas cargar y que había que derribar los pinos, a lo que se le llamaba chapuceramente “Chuza”. Y esa señorita uniformada que ves ahí, sí pues, qué mal ¿no?, los mismos clientes deberían devolver las bolas que usan ¿no Luchi?

A nuestras espaldas, los juegos electrónicos: Luciana me pidió subir en cualquiera. El de autos, le propuse. No, aburrido, mejor ese del scooter, dijo. Inserté la moneda y subió, creo que se le hizo algo difícil controlarlo y perdimos por falta de tiempo. Ya era hora de entrar a la sala. Quise comprar algo para comer adentro: gaseosa para los dos y cancha blanca. Ella quería con cancha dulce pero no vendían, y creo que en ningún cine venden. Con todas las cosas en la mano, presenté los boletos en la puerta y entramos. Pensé: Luciana se tropezará y botará el bowl (tamaño mediano). Pero no, tuvo cuidado de subir cada escalón debidamente iluminado por las luciérnagas amarillas hasta arriba. Ya casi no había sitio: sólo quedaba la penúltima fila y pegados a la pared. Nuestra intención era sentarnos en las filas del medio. Es que, Lu, demoramos mucho en los juegos.

La película empezó con muchas propagandas de las que renegamos. Luego, cuando salió aquel castorcito bregando en el hielo por coger su nuez Luciana soltó una risa sencilla, sería la única carcajada menor que soltaría en esas dos horas.

Porque la película no le gustó. Avanzaban los minutos y luego de la primera risa, no volvió a reírse más; al menos, no sinceramente. Si acaso soltaba un ruido parecido a una risa era porque yo la inducía con mis no pocos “qué buena ja ja ja”, y Ella me seguía, como cumpliendo con el hermano, es decir, espléndida a su modo. Pues era un espectáculo cuando todos se reían y Luciana no los acompañaba hasta tal grado de felicidad, se quedaba con lo que pensaba: que esa película no merecía una risita más. Y yo la quería más, a pesar de desear que se ría más. (A la distancia, todo parece mejor).

Luego, ir al baño con Lu siempre incluye un "abanico de posibilidades"(cojuda frase). Esta vez, Ella no quiso entrar sola al de mujeres así que entramos rápido y, sin que nadie nos vea, al de hombres. Hizo lo que tenía que hacer, salimos raudos y tapándonos los ojos, no vaya ser que por ahí veamos el pilín de algún chibolito. Bajamos las escaleras mientras le preguntaba sobre la película, no me gustó decía escuetamente Lu. Lástima, iba pensando yo mientras cruzábamos la avenida Garzón.

Horas más tarde, nos visitó el primo Osquítar, un año menor a Luciana. Ella, que no le había gustado la película, lo único que hacía era hablarle justamente de la película y lo hacía maravillada. Así fue toda la semana: recordando pasajes del filme. Esa fue la pequeña revancha (de esas inútiles pero confortables). Todo no podía salir tan mal.

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La Era del Hielo III: El Origen de los Dinosaurios.


jueves, julio 16, 2009

Beatriz


Se acabaron las clases, las mías y las de Luciana. Las mías porque ya era casi un ejercicio flojo estar en la universidad por los únicos dos cursos que llevé: iba a clases sabiendo que todo acabaría sin reprobadas dificultades. Las de Luciana porque, ante el rebrote de esa gripe extraña, las autoridades estatales han decidido suspender las clases antes de lo acostumbrado y por quince días. Incluso, creo que ni se celebrarán algunas festividades patrióticas, que se estilan por este mes, en el que participan todos los colegios. Mi otra hermana, Romina, arrojadísima, que ya no sabe lo que es tener vacaciones, desafiará a ese malévolo germen (es decir, al banco del que se prestó para el pasaje) y sin más que discutir tomará un avión y volará hacia Argentina a comienzos de agosto para reunirse con otros chicos que comparten sus mismos intereses (y próximamente sus mismos microbios).
En realidad, dudo mucho que a Luciana de cinco años le interese si sus vacaciones serán por quince o treinta o más o menos días: Ella pasa por la vida ligera y sin percibir aun esas emociones vacacionales ni esas consideraciones temporales; tal vez mide sus vacaciones por el pequeño cerrito de tareas que le han dejado.
Con tiempo libre ahora, entonces, es una buena opción sacar unos cuantos libros de la Biblioteca de la Católica para hojearlos con calma estos días: aunque nunca entenderé la académica y contradictoria elección de prestarme los libros de la Universidad, antes que leer todos los libros de mi pequeña biblioteca. Pero eso no importa.
Antes que mi viejo llevé el auto al Taller, le pedí que me lo prestara para ir y volver rápido de la Universidad. Luciana, que estaba vestida con su traje de ballet ya que viene llevando hace dos meses clases intensísimas de esa danza clásica y ese sábado le tocaba ir temprano, tenía tiempo para acompañarme esa tarde. Mientras se abrigaba con una casaca verde y hacía pis, yo la esperaba en el auto. Prendí la radio, abrí una botella de yogurt que mi padre había dejado aunque vacía. La votaré en la Cato, pensé, mientras Luciana abría la puerta del auto.
Al llegar, entramos por la puerta principal, mostré mi carnet y me dieron una tarjeta con el dibujo de un “1”. Ante tal contundente número, a Luciana no le quedaba más que sorprenderse: ¡éramos el número Uno!, nada menos. Para mí, es una forma de entretenerla ya que cada vez que voy con Ella nos entregan esa misma tarjeta, es la única que tienen, pero me gusta engañarla, reírnos y sentirnos los mejores.
Aunque ya han sido tantas veces que le hacía la trafa a Luciana. Fue ese sábado, después de su ballet, que planteó la duda válida de ¿y si a todos les dan el número Uno? Ya no podía fingir, me había descubierto: verdad, tal vez todos seamos números Unos; y es una mentira que todos estémos tan felices, respondí mientras saltaba una giba de las miles que hay en la Cato. El estacionamiento de Letras es el más divertido de todos y hacia allá nos dirigíamos. Digo que es divertido porque, estando despoblado, es rico meterse una media vuelta a velocidad imprudente y simulando el carro ser un trompo.
La universidad estaba vacía por ser sábado y porque se acabaron las clases, entonces ya no hay alumnos, le explicaba a Luchi. Luciana quería ver las ardillas y yo le decía que en cualquier momento veríamos una, que era cuestión de esperar pues ya pasarían dos bolas de pelos persiguiéndose: que, mientras, se entretenga viendo las aves variopintas que se posaban en los arboles. Cuando vio un guardacaballo (especie de pequeño cuervo de pico fino), se sorprendió y me preguntó por él. Felizmente conocía el nombre del avechucho ese de mis clases de Ecología (tal vez lo único que aprendí el primer ciclo).
Antes de entrar por la Biblioteca, vimos a una pareja heterosexual darse muchas vueltas abrazados y condimentados por su felicidad (que tal vez ellos la resuman en ay Osito, por fin me vino la ruler). Luciana los miraba y no entendía como el chico podía cargar a la chica si esta era gorda. No tiene nada que ver, le respondía luego de reír por cómo se refirió a la chica de marras, el chico es fuerte y puede. Luciana, molestosa, continuaba, no, no puede. Yo le explicaba sí, sí puede, es que hay chicos que son fuertes y otros que no son fuertes; él es de los fuertes: por ejemplo, yo soy… se adelantó a lo que iba decir: tú eres de los que no son fuertes, me dijo.
Al entrar a la Biblio noté que la señorita guardiana miró a Luciana y soltó una mueca de ternura: claro, con la clase de alumnos que pululan diariamente por ese edificio, ver a mi hermana en casaca verde y en esa falda rosada del ballet que traslucía sus piernas también rosadas era para alegrarle el día a cualquiera. Pero este fue un párrafo que no tiene nada que ver con la humildad. Lo siento, pero hablo con justa razón.
Mientras buscaba en la computadora los libros que quería (que hasta un momento antes no sabía cuáles eran), Luciana se acercaba peligrosamente al cerco metálico de seguridad de ese segundo piso. Me asustaba un poco y le dije que no lo hiciera, que la señorita guardia le iba decir lo mismo si no me hacía caso. Vino a mi lado, pero me demoraba tanto buscando los libros que otra vez se fue y paso su pierna envuelta en panty rosada por la barandilla. Subimos. Irremediablemente, la hice subir hasta el tercer piso para que me dijeran que mi carnet estaba suspendido por tres días más. Derrotados, nos retiramos. Tanto para nada.
Sin los libros que quería, caminamos por todo el corredor principal de la Universidad (o el farandulero “Tontódromo”) hasta el estacionamiento de Generales Letras. Luciana quiso volver por la misma ruta, por detrás, donde queda la facultad de Psicología, pero yo la llevé por otro camino, por el frente de la facultad de Letras para pasar por la rotonda. Ella me discutía esa decisión (si quieres volvemos ah, le decía yo) y ahora Ella decidía extender más el camino por el Coliseo que estaba al fondo. Para esos momentos, Lu ya me pedía comida, mejor dicho, golosinas. Quise ir a la tienda del estacionamiento de Letras pero vi a lo lejos que estaba cerrada, es que no hay alumnos a quién venderle. Lu fue corriendo para corroborar que en verdad la tiendecita estaba cerrada.
La veía correr y volver mientras yo buscaba las llaves del auto en mi bolsillo. No pude abrir ni la puerta, pues otra niña guapa de vestimenta diría que fashion salía de entre las hojas caídas y las bancas amarillas, regalándole su aliento a un Nextel que piteaba condenadamente. Esperaba a alguien, al parecer recién había terminado sus exámenes y ya se iba a su casa. Vio como Luciana cruzaba hasta el auto y yo le entregaba la botella de yogurt vacía para que la votara en los tachos ecológicos de por ahí, deseando que se demore un poco para yo seguir contemplando a Beatriz Castellares, de andar ligero y mirada transmarina.
Ari, no sabes, hay una nenita de más o menos cinco vestida de tul rosado correteando por acá. Está con un chico de Letras, fácil es su viejo, o ya su hermano porque el tipo es un patilludo sucísimo pero él no importa; la nenita es adorable. Umm, el tipo, aj no, qué explotador, si vieras como le hace botar una botella de yogurt en el basurero. Todavía el burro no le habla sino que le hace señas desde su auto y encima le ha indicado mal, ese no es el basurero de cosas reciclables. Pucha pero qué pedazo de primavera que es su hija, de hecho salió a su madre. Y no sabes, el idiota me acaba de sonreír, no aguanto: me voy. Whatever, ey te llamo luego, Arianna, que María Pía ha venido a recogerme.
¿La chica de la banca es bonita no?, le pregunté cuando volvió al auto luego de botar la basura muy alegremente. No, me dijo Luciana. Se llama Beatriz, le conté. ¿Y cómo sabes su nombre?, indagó moviendo las manos. Es una amiga que hace tiempo conocí, le mentí. Me creyó y sentenció ahh, pero es feeea.
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Aniversario.- El pasado siete de julio esta pagina cumplió (contra todo pronóstico de lluvia, tormentas y llantos) un año de publicación. A veces, abrumado, me sorprende sostener algo tanto tiempo: 365 días ("un año nunca es suficiente / cuando se desea el descanso"). Casi sin darme cuenta, ese último día siete abrí otra bitácora en la que relataré algunas choteadas sentimento-monumentales, espero que más atrevidas que las de este último post y, claro, de envenenada credibilidad. Se llama A Choteadas Aprendí, y lo escribo con un amigo, el gaznápiro y masacotudo Jorge Luis. Ojalá duremos, el tiempo lo dirá.


martes, junio 30, 2009

El mimo de la bulla



Llegamos a la hora al pequeño teatro del Británico. Prestos a encandilarnos un poco con esa historia que se había anunciado todo el frío mes de Junio en los murales y pasadizos del mencionado instituto de inglés: El Niño y el Melocotón, adaptado y desadaptado de un viejo cuento japonés: Momotaro.

El teatrín estaba a la mitad de su capacidad, así que nos acomodamos en la antepenúltima fila que tenía, por suerte, dos asientos seguidos vacíos. Lamentablemente la señora de considerable edad que se sentó delante tapó a Luciana con sus largos mechones de cabello. Tuve que cargarla para que viera bien el escenario. La otra opción era que Luciana me deje y se siente al pie del pequeño escenario, donde los otros nenes preferían sentarse y hacerle chistes (a veces cansinos) a la presentadora. Luciana no quiso, tal vez porque no le gusta separarse tanto, es algo tímida; o quién sabe, quizás tampoco le gustan los ruidos o sabe que esos niños son salvajes, como bien yo le he enseñado.

Nos acomodamos. De pronto, entró vociferando un señor con la cara pintada de blanco y delineada con arrugas que él mismo tuvo las agallas de no disimular. Era un mimo viejo pero no al borde del retiro, con experiencia de sobra, amaba lo que hacía aun teniendo el duro oficio de llamar la atención de esos niños alborotados. Se presentó a sí mismo como un “mimo enamorado del arte del silencio” que esa tarde vino a presentarnos (a pesar de hablar, muchas veces, con descontrol). Dijo que le gustaba que el público se involucre, que no solo mire y en cambio actúe ya que había descubierto muy en el fondo de cada uno de nosotros una ráfaga teatrera que no habíamos tenido oportunidad de cultivar. Eso último se lo creí.

Empezó con unas cuantas muestras mimosas, como aquel clásico Muro, y siguió con otras más que no recuerdo; eso sí, aquella del Chicle fue sucia y espectacular: era el Marcel Marceau peruano, lástima que no lo podía grabar. Luego se puso a hablar mucho, supongo que por dirigirse a tantos niños había que narrar antes las ideas que iba a representar; Luciana lo miraba sin inmutarse demasiado, pero moviéndose mucho en mis piernas. De cuando en cuando, reía un poco y Lu me seguía pero se le notaba aburrida: no enganchó con el mimo que ahora hacía participar al público pasando por cada uno de los asientos con bocaditos imaginarios. Por fortuna, no llegó hasta nosotros ya que no quería repetir sus gestos, no con él.

En un momento Lu me dijo que tenía miedo del señor. Puesto a pensar, la sola escalofriante figura del mimo, así con su maquillaje blanco y su sonrisa diabólica, me resulta de miedo puro. No quisiera que un mimo, alguna noche, se incluyera en el reparto de actores de algún sueño mío ni comparta el escenario de alguna de mis pesadillas más recurrentes.

Sí es estimable, en cambio, el silencio en sus representaciones saltarinas, el angosto teatrín se inundaba con su callada expresión, su silencio musical. Ya el silencio es un espectáculo de relajo puro: entonces, no sé cómo cuernos seguimos viviendo en esta alaracosa ciudad.

Al final, ese mimo (que también se creía payaso) aburrió a Luciana y (de paso o por eso) me aburrió a mí. Quería quedarme hasta el final pero era más divertido dejar todo inconcluso y que el mimo siga chillando con los demás niños subidos en su estrecho escenario. Es un mal payaso-mimo, aburridooo, decía Luciana mientras el guardia abría las rejas verdes para que pudiéramos salir. Sí pues, no nos hizo reír mucho, le respondía yo. Observé que Luciana bostezaba y tenía los párpados cayéndose, quería dormir pero yo sabía que el frío la despertaría. La próxima iremos a ver El Mago de Oz, le prometí. Síiii, dijo alegre Luchi.

Antes de doblar la esquina, se me ocurrió que el mimo, si había logrado darnos sueño, entonces no era tan malo: que su arte del silencio consistía en eso precisamente, en llevarnos al silencio y la oscuridad absolutos que brinda el sueño. Ese mimo que se creía payaso es bueno para hacernos dormir. Ojala todos tuviéramos la suerte de llevarlo a nuestras casas antes de acostarnos. Él nos haría dormir con sus shows, y ya Luciana no necesitaría de mamá a su costado para dormir, ni yo daría más vueltas en la cama por mi problema del insomnio.

Ese mimo no se había equivocado de oficio, sino que había orientado mal las velas de su barco, no debió dedicarse a la fabricación de sonrisas, sino a los sueños. Cuando su vida se dividía en dos, como se parte un río, había seguido un mal rumbo. Pero no deja de ser curioso que una persona junte, al menos como una posibilidad, los sueños y las sonrisas: algún nombre ha de tener eso, pero yo calculo que esa idea se desarrollará con más calma a mediados del siglo veinticinco.

En el camino a casa, entramos a la panadería para llevar algo de comer. En la caja, Luciana pidió ir al baño. Le dije que esperara, que ya iríamos a la casa. No entendió, así que le ofrecí lo primero que vi en ese momento: un choco-punch de La Era del Hielo III, película que pronto iremos a ver, y no en su estreno. Se calmó, se alegró, mientras yo recibía las diez karamandukas que me harían feliz. Pasamos por el parque Borgoño (cuya gruta, donde ahora yace una Virgen María Magdalena, me trae recuerdos de patinetas en línea) donde vimos un globo rojo cayendo del cielo: un poco extraño tal suceso. Le dije que de repente una niña lo había soltado en Australia y que, muchos días después, estaba aterrizando en Perú. Ella no se complicó tanto y dijo que tal vez lo había aventado el viejo que estaba en el cuarto piso del edificio del frente. Me pareció una teoría de mayor fundamento.

Cuando llegamos a la casa no estaba mamá, no había nadie y no había nada que hacer. Prendí el ordenador color café, vimos un par de videos y Luciana se durmió. Apagué el ordenador, y, apenas quise levantarla para llevarla a su cama y continuar con algunos asuntos míos, se despertó. Necesitaba otra vez al mimo para que Luciana se durmiera profundamente.

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Íba a colgar unas maromas del tal Marcel, que murió hace pocos años, pero preferí este video fotografístico a cero bulla. Suave.

lunes, junio 15, 2009

Titanes en la mesa


Hacer comer a una nena de cinco años

puede ser una ardua labor

de quincuagésimas horas amarrado al comedor.

Si bien se puede montar en el personaje del tutor antojadizo y liberal que permite la elección de los platos que la mencionada ciudadana de cinco años quiera o no comer, puede uno también adoptar la actitud ceñuda, conservadora y tradicional de velar por el bien y el futuro nutricional de la instruida para embutirle, cuchara por cuchara, la merienda que, piña pues si no quieres, mamá preparó para esta noche.

Resulta que polarizamos el sacrosanto comedor con esas tácticas maniqueas de Guerra Fría. Si se trata de Luciana, repito esto eh, si de Luciana hablamos, no tengo las reservas militarizadas necesarias para adentrar en su abrigado pescuezo el bolo alimenticio. Sí, por el contrario, me provoca que elija los sabores y colores que del plato le gusten, aunque así corro el anunciado peligro de que no se alimente lo suficiente para, por ejemplo, tener fuerzas para jugar el resto de la noche, como le digo. Formalmente y en la práctica, he revisado esos dos preceptos de la etiqueta alimentaria.

Nadie nace conociendo los sabores de las comidas, como Lulia que puede no gustarle algo sin haberlo probado antes. A mí no me gustan las aceitunas: estoy seguro que de pipiolo me obligaron a comerlas y por eso no me gustan. Si, por lo bajo, de contrabando, disimuladamente, me inducían a comerlas, ahora las degustaría como bien lo hace Luciana (Ella puede comer, mínimo, diez aceitunas). La valla, el muro, el reto olímpico a quebrar es el de convencer al intranquilizado menor de comer aquello que no le gusta usando mecanismos suaves o poco dolorosos para ambas partes, es decir, con traspasada alegría.

Algo de eso intuía la noche que acompañé a Luciana al comedor para que coma la mazamorra que mamá había decorado con cereales. Ella insistió en hacer, a la vez, su tarea. Yo acepté como un manso borrego a su petición, que es la única forma que conozco de acceder a las peticiones de mi pitufina hermana.

“Sabías que… Un grupo de niños lanzaron 200 botellas al mar en las costas de Argentina y en cada botella había una carta con un mensaje de integración. …”

¿Sabes qué es integración, Luciana?, le pregunté. No. ¿Quieres que te diga qué es? Ya, respondió de nuevo. A ver dame tu mazamorra: ves que todo está separado, disperso: ahora, mira, mira, como lo junto todo al medio. Imagínate que todo está al centro del plato. Entonces tu mazamorra está integrada, le expliqué con ese ejemplo pobretón. ¿Y ese poquito por qué no lo has juntado? (preguntó señalando un cerrito de crema que olvidé a propósito). Respondo es que… … imagínate pues, era un ejemplo no más. Y Luciana no, yo quiero que la juntes (quiso quitarme la cuchara para hacerlo Ella). Acuérdate que dice mamá que, si la integro, la mazamorra se hace como agua, le advertí y se detuvo.

“Casi cuatro años después una abuela y su nieta encontraron una de las botellas mientras caminaban por una playa en ¡Australia!”

A Ella no la miraba, sólo leía esas alucinantes oraciones que había en sus hojas de tareas. Después de armar un nuevo engaño para que coma sin demoras (que a continuación revelaré), era conveniente dejar que coma sola: como lo tendría que hacer de aquí a muchos meses y tal vez años, lustros y décadas en adelante. Le propuse alternar nuestros turnos de coger la cuchara para dársela, claro que con estas otras palabras: ya sé, yo te doy una vez y luego tú la otra, una cucharada no más. Una tú y una yo.

Le agradó la idea. Me dije que era una buena idea luego de ver su sonrisa. Me dijo que yo empezara, así que sostuve la cuchara con mazamorra y la llevé a su boca. En su turno, Luciana hizo lo mismo. Luego yo, Ella, yo, Ella. Transcurrían los minutos y Ella alimentándose. Luciana no come sola, al parecer le pesa cargar la cuchara o quiere que mamá le ayude (excepto cuando le sirven huevo y arroz). Así que ver a Luciana valiéndose de Ella misma para comer era no un logro ni una misión cumplida, sino el inicio del siguiente paso: que lo coma todo, solita y sin chistar (que o es una ilusión mía o ya está en edad para eso o los veinte años me avejentan el humor).

Para esto, cuando Ella cogía la cuchara yo volteaba a mirar la televisión (estaba dando Jorge el Mono Curioso) y me desentendía de los turnos. No la miraba. Ella no me decía nada y seguía comiendo, acaparando el siguiente turno, mi turno. Luego me iba reclamar que porqué no cogía la cuchara, pero antes le pregunté alguna cosa sin importancia acerca del dibujo del mono Jorge. Me seguía el hilo y contestaba, caía en mi trampa y seguía comiendo.

Al final, no terminó de comer conmigo, pero avanzó cojonudamente con la mazamorra.

Y uno se pone a pensar: tal vez la magia surge de la nada. La estrategia puede ser esta: no tengas trucos, rehace tus formas de darle de comer cada vez. Enfréntate a un niño en la mesa con la certeza de que no sabes qué puñetera manera usarás para darle la comida en la boquita. E inventas algo, ahí, donde las papas queman. Que el niño no sepa a qué atenerse, que se enfrente a una incógnita, a un misterio, como quien abre un huevo de pascua sin saber qué habrá dentro, o como quien mira a un mago sacar un conejo del sombrero.

Claro que desde mi cómoda esquina de hermano que pocas veces le ayuda a comer (una a las quinientas) puedo lanzar mis teorías a este horizonte cibernauta. Qué fácil es decir para mí todo lo de arriba. Pero mi madre, que casi tiene que hacerlo todos los días, tiene la excusa del cansancio y el aburrimiento por darle de comer a Lu todos los días: entonces, imagínense inventar un nuevo truco de persuasión cada día, esa labor le corresponde por ley a las madres (a mi madre). Pero es humanamente imposible. Lo comprendo y por eso he claudicado cuando la veo molesta en el comedor, no me nace la energía para aconsejarle formas más suaves de ayudar a comer (a veces tampoco las sé, a veces no me deja). Y me siento un hijo incompleto, que los dieciocho o los veinte o cualquier cifra de edad no tiene efecto en mí y sigo siendo un chico de la vida fácil.

Prefiero ayudarla a comer a mi modo y cuando a mí me toque. Que luego Lu elija como le gusta que le ayuden a comer, aunque debo admitir que secretamente cierro el puño cuando Luchi pide que no le alcen la voz. Porque a veces los viejos creen que a uno por ser niño se le puede ir gritoneando a cada rato, caracho.

No existe el mejor truco para ayudar a comer porque los nenes se aburren si le repiten e insisten con los mismos truquetes; por eso el del avioncito está desusado en nuestra mesa, ya no paga ya, como se dice por acá. Para mí al menos es una duda existencial aterrizar en la mesa y no saber cómo domesticar a la niña en cuestión.

Cada vez que te sientas a la mesa con la nena

hay un nuevo truco

que espera paciente ser inventado.

sábado, mayo 23, 2009

Cosas ocultas



Qué miedo, Luchi. Se me escarapeló el cuerpo cuando pasaste así de rápido y te vi de reojo. Un viento helado me atravesó el omóplato. No escuché tus pasos, sólo vi el reflejo de una nena de cinco años que pasaba, tal vez levitabas.

Era una solitaria madrugada (una madrugada de día de semana, de día útil), tu amiga Steyci había venido a dormir porque sus viejos estaban en el hospital con su hermano Alex enfermo y Steyci no tenía con quien quedarse así que vino a la casa. Se movía mucho, no te dejaba dormir y abandonaste tu cama.

Tentaste con la cama de tu hermana, Romina, a dormir con ella, como mamá te dijo. Al parecer, ya te quedarías seca en esa plataforma de las sombras y habías entrado ya en el mundo de los dulces sueños. Pero nos equivocamos. Mientras, yo estaba solo en la sala, intentando inventar algún post de la nada. Mi mamá se había despertado para ir al baño.

Cuando ya las agujas marcaban casi las dos de la madrugada, muy silenciosamente, como una lagartija de montaña, bajaste de la cama de Ró. (Nadie te vio así que esto lo voy a imaginar). Avanzaste en la oscuridad, no retrocediste, adelante con las manos, tanteando. (se retrocede con seguridad / pero se avanza a tientas). Saliste del cuarto, cruzaste el pasadizo e ingresaste a la cocina para buscar a mamá. Desde el sillón yo te vi, te repito, de reojo y no podía creer que fueras tú, cruzando ante mí como un duende de Papa Noel que se escabulle para no ser visto.

Con justa razón pensé que no eras tú, Luchi, a esas horas, ni modo: pensé que un espía marciano había tomado prestada tu pijama, se la había puesto y ahora se disponía a robar toda la miel que teníamos en la alacena. Pero el imaginario marciano había calculado mal y no contaba con mi astucia, mi presencia arruinaría sus planes.

Interesado en desenmascarar al farsante y deseoso por tener un encuentro cercano del tercer tipo (sin saber aun cuál es el segundo o cuarto tipo) dejé la laptop de lado y avancé dos pasos, que ni bien hice eso, saliste rauda de la cocina y di un pequeño salto del susto (o del alivio). ¡Eras tú! Qué hacías levantada a esas horas ¿Siempre lo hacías? Cuántas noches habrás dejado tu cama y caminado solita por la casa oscura. Cuántas, flaca vampiresa. Qué de ti si yo no me quedaba esa noche revisando nimiedades en el internet.

Así como solita te bajaste, solita te viniste a posar en el sillón. Estabas algo llorosa, buscabas a mamá, esta vez lo supe al instante. Te dije que esperaras, que ella estaba en el baño y te erizaste como un gato en el sillón. Vino mamá y te calmó, usando esa técnica oculta que quiero aprender (pero antes debo ser madre, asunto por ahora irrealizable).

Fuiste al baño y no me hablabas, cosa que siempre intento resolver con algún ardid, esta vez infructuoso. Que ya son más de las dos, que ni en Navidad te habías quedado tan tarde despierta, pero no respondías de lo seriecita que te pones con las ganas de dormir que ya volvían a ti.

Y ya que estamos con los misterios: nadie nunca podrá resolver cómo hiciste para deslizarte de tu cochecito al piso cuando no llegabas ni al año. Si ya te encontraron en el suelo, fue Romina, que avisó a mi madre que estabas reptando en el piso: cómo la dejas así, yo no sé nada, respondió mamá sorprendida. La explicación de que fue tu angelito de la guarda el que te salvo de un duro golpe no me parece tan descabellada si recordamos que no tuviste ningún hematoma en esa ocasión. O eras una flaca gelatinosa y resbalaste sin problemas hasta tocar tierra y no lloraste, cuando eso era lo único que hacías bajo el mínimo pretexto.

Si quieres duerme en mi cama con mamá, te ofrecí porque no tenías donde dormir. Pero tampoco me hiciste caso y fuiste a tu cama, a intentar dormir con Steyci de nuevo. No sé si lo habrás conseguido porque me retiré a mis aposentos a pensar cuantos más de esos misterios me ocultarás, ahora y siempre. Yo, con un rasca-playa imaginario, escarbaré la arena de tu mente hasta encontrarlos. Pero tú te encargarás de lanzarme las bolas de arena para repelerme, como la sucia mosca que soy.

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Paréntesis. Ya todos saben que dejó de existir el uruguayo Benedetti, dándole la contra a muchos que pensamos que esas personas deberían ser inmortales, al menos su obra sí lo es. Dejo por segunda vez en este bloJ un poema suyo a modo de recuerdo: cada quien sabrá qué hacer con él. Mañana saldrá un especial en El Comercio sobre MB, si leo algo bueno lo linqueo.


 Palabras menores

La palabra se engaña en el papel

Como el oasis en los espejismos

Y en vez de los relámpagos del libre

Nos encomienda una canción cautiva

 

Puede ser asimismo un artificio

Talismán aportado por las lenguas

O el alerta con un hilo de voz

Como punto de fuga o de clausura

 

La palabra interrumpe / no vegeta

Convierte la memoria en un tatuaje

Sobrevuela el espacio como un buitre

Y se mete en plegarias y blasfemias

 

Como cierre virtual de los silencios

Lazarillo de la naturaleza

Salvoconducto del malentendido

Es un cruce de síes y de noes

 

Si se astilla o se quiebra la palabra

Nadie es capaz de reparar sus sílabas /

Con la palabra nos quedamos mudos

Porque todo nos queda por decir


Mario Benedetti 

(en suplemento ElDominical y en Luces, de ElComercio)

 
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