martes, junio 30, 2009

El mimo de la bulla



Llegamos a la hora al pequeño teatro del Británico. Prestos a encandilarnos un poco con esa historia que se había anunciado todo el frío mes de Junio en los murales y pasadizos del mencionado instituto de inglés: El Niño y el Melocotón, adaptado y desadaptado de un viejo cuento japonés: Momotaro.

El teatrín estaba a la mitad de su capacidad, así que nos acomodamos en la antepenúltima fila que tenía, por suerte, dos asientos seguidos vacíos. Lamentablemente la señora de considerable edad que se sentó delante tapó a Luciana con sus largos mechones de cabello. Tuve que cargarla para que viera bien el escenario. La otra opción era que Luciana me deje y se siente al pie del pequeño escenario, donde los otros nenes preferían sentarse y hacerle chistes (a veces cansinos) a la presentadora. Luciana no quiso, tal vez porque no le gusta separarse tanto, es algo tímida; o quién sabe, quizás tampoco le gustan los ruidos o sabe que esos niños son salvajes, como bien yo le he enseñado.

Nos acomodamos. De pronto, entró vociferando un señor con la cara pintada de blanco y delineada con arrugas que él mismo tuvo las agallas de no disimular. Era un mimo viejo pero no al borde del retiro, con experiencia de sobra, amaba lo que hacía aun teniendo el duro oficio de llamar la atención de esos niños alborotados. Se presentó a sí mismo como un “mimo enamorado del arte del silencio” que esa tarde vino a presentarnos (a pesar de hablar, muchas veces, con descontrol). Dijo que le gustaba que el público se involucre, que no solo mire y en cambio actúe ya que había descubierto muy en el fondo de cada uno de nosotros una ráfaga teatrera que no habíamos tenido oportunidad de cultivar. Eso último se lo creí.

Empezó con unas cuantas muestras mimosas, como aquel clásico Muro, y siguió con otras más que no recuerdo; eso sí, aquella del Chicle fue sucia y espectacular: era el Marcel Marceau peruano, lástima que no lo podía grabar. Luego se puso a hablar mucho, supongo que por dirigirse a tantos niños había que narrar antes las ideas que iba a representar; Luciana lo miraba sin inmutarse demasiado, pero moviéndose mucho en mis piernas. De cuando en cuando, reía un poco y Lu me seguía pero se le notaba aburrida: no enganchó con el mimo que ahora hacía participar al público pasando por cada uno de los asientos con bocaditos imaginarios. Por fortuna, no llegó hasta nosotros ya que no quería repetir sus gestos, no con él.

En un momento Lu me dijo que tenía miedo del señor. Puesto a pensar, la sola escalofriante figura del mimo, así con su maquillaje blanco y su sonrisa diabólica, me resulta de miedo puro. No quisiera que un mimo, alguna noche, se incluyera en el reparto de actores de algún sueño mío ni comparta el escenario de alguna de mis pesadillas más recurrentes.

Sí es estimable, en cambio, el silencio en sus representaciones saltarinas, el angosto teatrín se inundaba con su callada expresión, su silencio musical. Ya el silencio es un espectáculo de relajo puro: entonces, no sé cómo cuernos seguimos viviendo en esta alaracosa ciudad.

Al final, ese mimo (que también se creía payaso) aburrió a Luciana y (de paso o por eso) me aburrió a mí. Quería quedarme hasta el final pero era más divertido dejar todo inconcluso y que el mimo siga chillando con los demás niños subidos en su estrecho escenario. Es un mal payaso-mimo, aburridooo, decía Luciana mientras el guardia abría las rejas verdes para que pudiéramos salir. Sí pues, no nos hizo reír mucho, le respondía yo. Observé que Luciana bostezaba y tenía los párpados cayéndose, quería dormir pero yo sabía que el frío la despertaría. La próxima iremos a ver El Mago de Oz, le prometí. Síiii, dijo alegre Luchi.

Antes de doblar la esquina, se me ocurrió que el mimo, si había logrado darnos sueño, entonces no era tan malo: que su arte del silencio consistía en eso precisamente, en llevarnos al silencio y la oscuridad absolutos que brinda el sueño. Ese mimo que se creía payaso es bueno para hacernos dormir. Ojala todos tuviéramos la suerte de llevarlo a nuestras casas antes de acostarnos. Él nos haría dormir con sus shows, y ya Luciana no necesitaría de mamá a su costado para dormir, ni yo daría más vueltas en la cama por mi problema del insomnio.

Ese mimo no se había equivocado de oficio, sino que había orientado mal las velas de su barco, no debió dedicarse a la fabricación de sonrisas, sino a los sueños. Cuando su vida se dividía en dos, como se parte un río, había seguido un mal rumbo. Pero no deja de ser curioso que una persona junte, al menos como una posibilidad, los sueños y las sonrisas: algún nombre ha de tener eso, pero yo calculo que esa idea se desarrollará con más calma a mediados del siglo veinticinco.

En el camino a casa, entramos a la panadería para llevar algo de comer. En la caja, Luciana pidió ir al baño. Le dije que esperara, que ya iríamos a la casa. No entendió, así que le ofrecí lo primero que vi en ese momento: un choco-punch de La Era del Hielo III, película que pronto iremos a ver, y no en su estreno. Se calmó, se alegró, mientras yo recibía las diez karamandukas que me harían feliz. Pasamos por el parque Borgoño (cuya gruta, donde ahora yace una Virgen María Magdalena, me trae recuerdos de patinetas en línea) donde vimos un globo rojo cayendo del cielo: un poco extraño tal suceso. Le dije que de repente una niña lo había soltado en Australia y que, muchos días después, estaba aterrizando en Perú. Ella no se complicó tanto y dijo que tal vez lo había aventado el viejo que estaba en el cuarto piso del edificio del frente. Me pareció una teoría de mayor fundamento.

Cuando llegamos a la casa no estaba mamá, no había nadie y no había nada que hacer. Prendí el ordenador color café, vimos un par de videos y Luciana se durmió. Apagué el ordenador, y, apenas quise levantarla para llevarla a su cama y continuar con algunos asuntos míos, se despertó. Necesitaba otra vez al mimo para que Luciana se durmiera profundamente.

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Íba a colgar unas maromas del tal Marcel, que murió hace pocos años, pero preferí este video fotografístico a cero bulla. Suave.

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