jueves, julio 16, 2009

Beatriz


Se acabaron las clases, las mías y las de Luciana. Las mías porque ya era casi un ejercicio flojo estar en la universidad por los únicos dos cursos que llevé: iba a clases sabiendo que todo acabaría sin reprobadas dificultades. Las de Luciana porque, ante el rebrote de esa gripe extraña, las autoridades estatales han decidido suspender las clases antes de lo acostumbrado y por quince días. Incluso, creo que ni se celebrarán algunas festividades patrióticas, que se estilan por este mes, en el que participan todos los colegios. Mi otra hermana, Romina, arrojadísima, que ya no sabe lo que es tener vacaciones, desafiará a ese malévolo germen (es decir, al banco del que se prestó para el pasaje) y sin más que discutir tomará un avión y volará hacia Argentina a comienzos de agosto para reunirse con otros chicos que comparten sus mismos intereses (y próximamente sus mismos microbios).
En realidad, dudo mucho que a Luciana de cinco años le interese si sus vacaciones serán por quince o treinta o más o menos días: Ella pasa por la vida ligera y sin percibir aun esas emociones vacacionales ni esas consideraciones temporales; tal vez mide sus vacaciones por el pequeño cerrito de tareas que le han dejado.
Con tiempo libre ahora, entonces, es una buena opción sacar unos cuantos libros de la Biblioteca de la Católica para hojearlos con calma estos días: aunque nunca entenderé la académica y contradictoria elección de prestarme los libros de la Universidad, antes que leer todos los libros de mi pequeña biblioteca. Pero eso no importa.
Antes que mi viejo llevé el auto al Taller, le pedí que me lo prestara para ir y volver rápido de la Universidad. Luciana, que estaba vestida con su traje de ballet ya que viene llevando hace dos meses clases intensísimas de esa danza clásica y ese sábado le tocaba ir temprano, tenía tiempo para acompañarme esa tarde. Mientras se abrigaba con una casaca verde y hacía pis, yo la esperaba en el auto. Prendí la radio, abrí una botella de yogurt que mi padre había dejado aunque vacía. La votaré en la Cato, pensé, mientras Luciana abría la puerta del auto.
Al llegar, entramos por la puerta principal, mostré mi carnet y me dieron una tarjeta con el dibujo de un “1”. Ante tal contundente número, a Luciana no le quedaba más que sorprenderse: ¡éramos el número Uno!, nada menos. Para mí, es una forma de entretenerla ya que cada vez que voy con Ella nos entregan esa misma tarjeta, es la única que tienen, pero me gusta engañarla, reírnos y sentirnos los mejores.
Aunque ya han sido tantas veces que le hacía la trafa a Luciana. Fue ese sábado, después de su ballet, que planteó la duda válida de ¿y si a todos les dan el número Uno? Ya no podía fingir, me había descubierto: verdad, tal vez todos seamos números Unos; y es una mentira que todos estémos tan felices, respondí mientras saltaba una giba de las miles que hay en la Cato. El estacionamiento de Letras es el más divertido de todos y hacia allá nos dirigíamos. Digo que es divertido porque, estando despoblado, es rico meterse una media vuelta a velocidad imprudente y simulando el carro ser un trompo.
La universidad estaba vacía por ser sábado y porque se acabaron las clases, entonces ya no hay alumnos, le explicaba a Luchi. Luciana quería ver las ardillas y yo le decía que en cualquier momento veríamos una, que era cuestión de esperar pues ya pasarían dos bolas de pelos persiguiéndose: que, mientras, se entretenga viendo las aves variopintas que se posaban en los arboles. Cuando vio un guardacaballo (especie de pequeño cuervo de pico fino), se sorprendió y me preguntó por él. Felizmente conocía el nombre del avechucho ese de mis clases de Ecología (tal vez lo único que aprendí el primer ciclo).
Antes de entrar por la Biblioteca, vimos a una pareja heterosexual darse muchas vueltas abrazados y condimentados por su felicidad (que tal vez ellos la resuman en ay Osito, por fin me vino la ruler). Luciana los miraba y no entendía como el chico podía cargar a la chica si esta era gorda. No tiene nada que ver, le respondía luego de reír por cómo se refirió a la chica de marras, el chico es fuerte y puede. Luciana, molestosa, continuaba, no, no puede. Yo le explicaba sí, sí puede, es que hay chicos que son fuertes y otros que no son fuertes; él es de los fuertes: por ejemplo, yo soy… se adelantó a lo que iba decir: tú eres de los que no son fuertes, me dijo.
Al entrar a la Biblio noté que la señorita guardiana miró a Luciana y soltó una mueca de ternura: claro, con la clase de alumnos que pululan diariamente por ese edificio, ver a mi hermana en casaca verde y en esa falda rosada del ballet que traslucía sus piernas también rosadas era para alegrarle el día a cualquiera. Pero este fue un párrafo que no tiene nada que ver con la humildad. Lo siento, pero hablo con justa razón.
Mientras buscaba en la computadora los libros que quería (que hasta un momento antes no sabía cuáles eran), Luciana se acercaba peligrosamente al cerco metálico de seguridad de ese segundo piso. Me asustaba un poco y le dije que no lo hiciera, que la señorita guardia le iba decir lo mismo si no me hacía caso. Vino a mi lado, pero me demoraba tanto buscando los libros que otra vez se fue y paso su pierna envuelta en panty rosada por la barandilla. Subimos. Irremediablemente, la hice subir hasta el tercer piso para que me dijeran que mi carnet estaba suspendido por tres días más. Derrotados, nos retiramos. Tanto para nada.
Sin los libros que quería, caminamos por todo el corredor principal de la Universidad (o el farandulero “Tontódromo”) hasta el estacionamiento de Generales Letras. Luciana quiso volver por la misma ruta, por detrás, donde queda la facultad de Psicología, pero yo la llevé por otro camino, por el frente de la facultad de Letras para pasar por la rotonda. Ella me discutía esa decisión (si quieres volvemos ah, le decía yo) y ahora Ella decidía extender más el camino por el Coliseo que estaba al fondo. Para esos momentos, Lu ya me pedía comida, mejor dicho, golosinas. Quise ir a la tienda del estacionamiento de Letras pero vi a lo lejos que estaba cerrada, es que no hay alumnos a quién venderle. Lu fue corriendo para corroborar que en verdad la tiendecita estaba cerrada.
La veía correr y volver mientras yo buscaba las llaves del auto en mi bolsillo. No pude abrir ni la puerta, pues otra niña guapa de vestimenta diría que fashion salía de entre las hojas caídas y las bancas amarillas, regalándole su aliento a un Nextel que piteaba condenadamente. Esperaba a alguien, al parecer recién había terminado sus exámenes y ya se iba a su casa. Vio como Luciana cruzaba hasta el auto y yo le entregaba la botella de yogurt vacía para que la votara en los tachos ecológicos de por ahí, deseando que se demore un poco para yo seguir contemplando a Beatriz Castellares, de andar ligero y mirada transmarina.
Ari, no sabes, hay una nenita de más o menos cinco vestida de tul rosado correteando por acá. Está con un chico de Letras, fácil es su viejo, o ya su hermano porque el tipo es un patilludo sucísimo pero él no importa; la nenita es adorable. Umm, el tipo, aj no, qué explotador, si vieras como le hace botar una botella de yogurt en el basurero. Todavía el burro no le habla sino que le hace señas desde su auto y encima le ha indicado mal, ese no es el basurero de cosas reciclables. Pucha pero qué pedazo de primavera que es su hija, de hecho salió a su madre. Y no sabes, el idiota me acaba de sonreír, no aguanto: me voy. Whatever, ey te llamo luego, Arianna, que María Pía ha venido a recogerme.
¿La chica de la banca es bonita no?, le pregunté cuando volvió al auto luego de botar la basura muy alegremente. No, me dijo Luciana. Se llama Beatriz, le conté. ¿Y cómo sabes su nombre?, indagó moviendo las manos. Es una amiga que hace tiempo conocí, le mentí. Me creyó y sentenció ahh, pero es feeea.
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Aniversario.- El pasado siete de julio esta pagina cumplió (contra todo pronóstico de lluvia, tormentas y llantos) un año de publicación. A veces, abrumado, me sorprende sostener algo tanto tiempo: 365 días ("un año nunca es suficiente / cuando se desea el descanso"). Casi sin darme cuenta, ese último día siete abrí otra bitácora en la que relataré algunas choteadas sentimento-monumentales, espero que más atrevidas que las de este último post y, claro, de envenenada credibilidad. Se llama A Choteadas Aprendí, y lo escribo con un amigo, el gaznápiro y masacotudo Jorge Luis. Ojalá duremos, el tiempo lo dirá.


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