viernes, julio 31, 2009

Un frío filme



Foto: bbheart

Era una promesa que esperaba Luciana hace mucho: ir al cine. Desde la primera vez que fuimos a ver a aquel Oso pugilista el año pasado en el cine Metro Jesús María. A decir verdad, esa vez, a Luciana le espantó descubrir que las salas fueran más oscuras que su dormitorio de noche. Pero fue más traumatizante para Ella descubrir que los escalones tenían lucecillas repartidas para no tropezarnos, simulando unas subterráneas luciérnagas amarillas que nos miraban atentas. El origen de esos sus miedos no sabría explicarlos.

Ahora queríamos ver una buena película para niños, o qué otra cosa somos, y en pantalla grande. El problema era que no llegaba ninguna a Lima. Extrañamente yo, que siempre renegaba de esas cientos de películas animadas que aterrizaban aquí cada jueves, ahora rezongaba porque no estrenaban ninguna.

Fuerzas G fue la primera opción que llegó al mercado limeño: supongo que divertida, cuatro cuyes o hamsters son espías que salvarán a la Tierra, como siempre: en una labor de lo más mesiánica e inverosímil para cuatro roedores de laboratorio. Todavía espero la adaptación al cine de Cerebro y Pinky.

La Era del Hielo III me atraía más, mucho más. Lo siento, Luciana. Por ahora yo elijo las películas. Calculo que tú tomaras las riendas de nuestras aventuras cuando tengas mayor uso de razón que yo, es decir, en unos meses más. Habiendo sido posible que yo la haya obtenido hace poco y no estemos tan lejos en verdad (o, claro, que todavía no haya acusado recibo de mi ´uso de razón’).

Había visto la Uno, no la Dos, qué importaba. Luciana no había visto ninguna pero eso, como a muchos de miles de niños que se apostan a ver las películas que sus divertidos viejos elijen para terminar divirtiéndose más que sus hijos, importaba menos. Así que, una tarde de julio, yacíamos los dos hermanos Díaz en la cola a punto de comprar las entradas.

Fue una sorpresota reencontrar a Sara, de tornasolados ojos y sonrisa pícara, al otro lado del mostrador, los años la habían hecho encontrar ese otro lado de la belleza, el que no conoce de inocencias. A Sara la conocí en la primaria, le dije luego a Luciana, en un colegio donde lo menos que piensas encontrar es a chicas dulces como ella, en un colegio donde, valgan verdades, nunca matricularía a Luciana. Abrigué la esperanza de que no me cobrara por Luciana, al fin y al cabo tenía cinco pero se la podía hacer pasar de cuatro. Ella en su computadora y yo con Luciana:

-Hola Sara. Qué sorpresa, cómo te va – ojala esa familiaridad no la haya comprometido, no sé, tengo la idea de que su explotador jefe no aguanta los tuteos con los clientes –.

-Hola, reiner. Todo bien. ¿Qué vienes a ver? – y la sonrisa inmortal –.

-La Era del Hielo, pero tú crees que tengo que pagar por Ella – señalé con la mirada a Luciana. Sara apoyó las manos en el teclado, se despegó del asiento para verla mejor e hizo un mohín, como lamentándolo todo —.

- Ay, qué mona. Qué edad tiene – indagó Sarita, desconfiada como no la recordaba –.

La pregunta me obligaba a mentir frente a Luciana, aunque con su autorización. Muy precavido, le advertí a Luciana, camino al cine, que me iba a ver obligado a falsear sobre su edad, que eso iba pasar. Este no es un dato menor, a Ella le carcomía las tripas la idea de rebajarse la edad un año y me preguntaba con qué fin perpetraría tal delito. Yo le explicaba que la última vez que fuimos a ese cine para ver KFPanda, al momento de entrar a la sala, no había nadie cuidando en la puerta quien llevaba boletos o quién no. Es decir, pude haber no pagado por Ella y no pasaba nada pues no había cuidador y Luciana parecía, en ese entonces, como de tres. A Lu no la persuadían mis enredados argumentos, no le gustaba la idea de bajarse la edad, no por ahora. Así que para no afectarla tanto le planteé que aceptara bajarse la edad sólo por esas dos horas, Luchi. Apenas salgamos del cine, vuelves a tener cinco, te lo prometo, le dije. Menos mal eso le gustó. De lo contrario hubiera sido peligroso que me desmintiera al lado de Sara cuando respondí…

-Tiene cuatro años, creo que no tiene que pagar ¿no? – Luchi me miró, crucé los dedos –.

-Me temo que sí – supe encajar y devolví con mi mejor expresión de chico sin paltas, que no se hace problemas, que paga lo que el comerciante exige sin mediar el precio –.

-Ok, no hay problema. Aquí tienes los dieciséis soles –y para desterrar el mínimo rastro de tacañería en mi proceder le dije—. Ah, pero está doblada ¿no?

-Sí, pero no está en 3D porsiaca. Y sólo tengo la función de las cinco y media ¿no importa?

-Pucha, ya pues qué le vamos a hacer, dámelas no más.

-Ok, aquí tienes: sala Uno, cinco y media – y pasó los papelitos debajo del ventanal que nos separaba—

-Gracias, Sarita. Ya nos vemos. Salúdame a tu hermana.

-Ok, yo le digo. Chau – y la sonrisa, inmortal —.

Le expliqué a Luchi que esperaríamos media hora más. Que no había sitios en la función de las cinco. Se desanimó, la lleve unos pasos más adelante, a ver a los que jugaban boliche. Le expliqué lo básico, que cada bola pesaba diferente según lo que puedas cargar y que había que derribar los pinos, a lo que se le llamaba chapuceramente “Chuza”. Y esa señorita uniformada que ves ahí, sí pues, qué mal ¿no?, los mismos clientes deberían devolver las bolas que usan ¿no Luchi?

A nuestras espaldas, los juegos electrónicos: Luciana me pidió subir en cualquiera. El de autos, le propuse. No, aburrido, mejor ese del scooter, dijo. Inserté la moneda y subió, creo que se le hizo algo difícil controlarlo y perdimos por falta de tiempo. Ya era hora de entrar a la sala. Quise comprar algo para comer adentro: gaseosa para los dos y cancha blanca. Ella quería con cancha dulce pero no vendían, y creo que en ningún cine venden. Con todas las cosas en la mano, presenté los boletos en la puerta y entramos. Pensé: Luciana se tropezará y botará el bowl (tamaño mediano). Pero no, tuvo cuidado de subir cada escalón debidamente iluminado por las luciérnagas amarillas hasta arriba. Ya casi no había sitio: sólo quedaba la penúltima fila y pegados a la pared. Nuestra intención era sentarnos en las filas del medio. Es que, Lu, demoramos mucho en los juegos.

La película empezó con muchas propagandas de las que renegamos. Luego, cuando salió aquel castorcito bregando en el hielo por coger su nuez Luciana soltó una risa sencilla, sería la única carcajada menor que soltaría en esas dos horas.

Porque la película no le gustó. Avanzaban los minutos y luego de la primera risa, no volvió a reírse más; al menos, no sinceramente. Si acaso soltaba un ruido parecido a una risa era porque yo la inducía con mis no pocos “qué buena ja ja ja”, y Ella me seguía, como cumpliendo con el hermano, es decir, espléndida a su modo. Pues era un espectáculo cuando todos se reían y Luciana no los acompañaba hasta tal grado de felicidad, se quedaba con lo que pensaba: que esa película no merecía una risita más. Y yo la quería más, a pesar de desear que se ría más. (A la distancia, todo parece mejor).

Luego, ir al baño con Lu siempre incluye un "abanico de posibilidades"(cojuda frase). Esta vez, Ella no quiso entrar sola al de mujeres así que entramos rápido y, sin que nadie nos vea, al de hombres. Hizo lo que tenía que hacer, salimos raudos y tapándonos los ojos, no vaya ser que por ahí veamos el pilín de algún chibolito. Bajamos las escaleras mientras le preguntaba sobre la película, no me gustó decía escuetamente Lu. Lástima, iba pensando yo mientras cruzábamos la avenida Garzón.

Horas más tarde, nos visitó el primo Osquítar, un año menor a Luciana. Ella, que no le había gustado la película, lo único que hacía era hablarle justamente de la película y lo hacía maravillada. Así fue toda la semana: recordando pasajes del filme. Esa fue la pequeña revancha (de esas inútiles pero confortables). Todo no podía salir tan mal.

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La Era del Hielo III: El Origen de los Dinosaurios.


jueves, julio 16, 2009

Beatriz


Se acabaron las clases, las mías y las de Luciana. Las mías porque ya era casi un ejercicio flojo estar en la universidad por los únicos dos cursos que llevé: iba a clases sabiendo que todo acabaría sin reprobadas dificultades. Las de Luciana porque, ante el rebrote de esa gripe extraña, las autoridades estatales han decidido suspender las clases antes de lo acostumbrado y por quince días. Incluso, creo que ni se celebrarán algunas festividades patrióticas, que se estilan por este mes, en el que participan todos los colegios. Mi otra hermana, Romina, arrojadísima, que ya no sabe lo que es tener vacaciones, desafiará a ese malévolo germen (es decir, al banco del que se prestó para el pasaje) y sin más que discutir tomará un avión y volará hacia Argentina a comienzos de agosto para reunirse con otros chicos que comparten sus mismos intereses (y próximamente sus mismos microbios).
En realidad, dudo mucho que a Luciana de cinco años le interese si sus vacaciones serán por quince o treinta o más o menos días: Ella pasa por la vida ligera y sin percibir aun esas emociones vacacionales ni esas consideraciones temporales; tal vez mide sus vacaciones por el pequeño cerrito de tareas que le han dejado.
Con tiempo libre ahora, entonces, es una buena opción sacar unos cuantos libros de la Biblioteca de la Católica para hojearlos con calma estos días: aunque nunca entenderé la académica y contradictoria elección de prestarme los libros de la Universidad, antes que leer todos los libros de mi pequeña biblioteca. Pero eso no importa.
Antes que mi viejo llevé el auto al Taller, le pedí que me lo prestara para ir y volver rápido de la Universidad. Luciana, que estaba vestida con su traje de ballet ya que viene llevando hace dos meses clases intensísimas de esa danza clásica y ese sábado le tocaba ir temprano, tenía tiempo para acompañarme esa tarde. Mientras se abrigaba con una casaca verde y hacía pis, yo la esperaba en el auto. Prendí la radio, abrí una botella de yogurt que mi padre había dejado aunque vacía. La votaré en la Cato, pensé, mientras Luciana abría la puerta del auto.
Al llegar, entramos por la puerta principal, mostré mi carnet y me dieron una tarjeta con el dibujo de un “1”. Ante tal contundente número, a Luciana no le quedaba más que sorprenderse: ¡éramos el número Uno!, nada menos. Para mí, es una forma de entretenerla ya que cada vez que voy con Ella nos entregan esa misma tarjeta, es la única que tienen, pero me gusta engañarla, reírnos y sentirnos los mejores.
Aunque ya han sido tantas veces que le hacía la trafa a Luciana. Fue ese sábado, después de su ballet, que planteó la duda válida de ¿y si a todos les dan el número Uno? Ya no podía fingir, me había descubierto: verdad, tal vez todos seamos números Unos; y es una mentira que todos estémos tan felices, respondí mientras saltaba una giba de las miles que hay en la Cato. El estacionamiento de Letras es el más divertido de todos y hacia allá nos dirigíamos. Digo que es divertido porque, estando despoblado, es rico meterse una media vuelta a velocidad imprudente y simulando el carro ser un trompo.
La universidad estaba vacía por ser sábado y porque se acabaron las clases, entonces ya no hay alumnos, le explicaba a Luchi. Luciana quería ver las ardillas y yo le decía que en cualquier momento veríamos una, que era cuestión de esperar pues ya pasarían dos bolas de pelos persiguiéndose: que, mientras, se entretenga viendo las aves variopintas que se posaban en los arboles. Cuando vio un guardacaballo (especie de pequeño cuervo de pico fino), se sorprendió y me preguntó por él. Felizmente conocía el nombre del avechucho ese de mis clases de Ecología (tal vez lo único que aprendí el primer ciclo).
Antes de entrar por la Biblioteca, vimos a una pareja heterosexual darse muchas vueltas abrazados y condimentados por su felicidad (que tal vez ellos la resuman en ay Osito, por fin me vino la ruler). Luciana los miraba y no entendía como el chico podía cargar a la chica si esta era gorda. No tiene nada que ver, le respondía luego de reír por cómo se refirió a la chica de marras, el chico es fuerte y puede. Luciana, molestosa, continuaba, no, no puede. Yo le explicaba sí, sí puede, es que hay chicos que son fuertes y otros que no son fuertes; él es de los fuertes: por ejemplo, yo soy… se adelantó a lo que iba decir: tú eres de los que no son fuertes, me dijo.
Al entrar a la Biblio noté que la señorita guardiana miró a Luciana y soltó una mueca de ternura: claro, con la clase de alumnos que pululan diariamente por ese edificio, ver a mi hermana en casaca verde y en esa falda rosada del ballet que traslucía sus piernas también rosadas era para alegrarle el día a cualquiera. Pero este fue un párrafo que no tiene nada que ver con la humildad. Lo siento, pero hablo con justa razón.
Mientras buscaba en la computadora los libros que quería (que hasta un momento antes no sabía cuáles eran), Luciana se acercaba peligrosamente al cerco metálico de seguridad de ese segundo piso. Me asustaba un poco y le dije que no lo hiciera, que la señorita guardia le iba decir lo mismo si no me hacía caso. Vino a mi lado, pero me demoraba tanto buscando los libros que otra vez se fue y paso su pierna envuelta en panty rosada por la barandilla. Subimos. Irremediablemente, la hice subir hasta el tercer piso para que me dijeran que mi carnet estaba suspendido por tres días más. Derrotados, nos retiramos. Tanto para nada.
Sin los libros que quería, caminamos por todo el corredor principal de la Universidad (o el farandulero “Tontódromo”) hasta el estacionamiento de Generales Letras. Luciana quiso volver por la misma ruta, por detrás, donde queda la facultad de Psicología, pero yo la llevé por otro camino, por el frente de la facultad de Letras para pasar por la rotonda. Ella me discutía esa decisión (si quieres volvemos ah, le decía yo) y ahora Ella decidía extender más el camino por el Coliseo que estaba al fondo. Para esos momentos, Lu ya me pedía comida, mejor dicho, golosinas. Quise ir a la tienda del estacionamiento de Letras pero vi a lo lejos que estaba cerrada, es que no hay alumnos a quién venderle. Lu fue corriendo para corroborar que en verdad la tiendecita estaba cerrada.
La veía correr y volver mientras yo buscaba las llaves del auto en mi bolsillo. No pude abrir ni la puerta, pues otra niña guapa de vestimenta diría que fashion salía de entre las hojas caídas y las bancas amarillas, regalándole su aliento a un Nextel que piteaba condenadamente. Esperaba a alguien, al parecer recién había terminado sus exámenes y ya se iba a su casa. Vio como Luciana cruzaba hasta el auto y yo le entregaba la botella de yogurt vacía para que la votara en los tachos ecológicos de por ahí, deseando que se demore un poco para yo seguir contemplando a Beatriz Castellares, de andar ligero y mirada transmarina.
Ari, no sabes, hay una nenita de más o menos cinco vestida de tul rosado correteando por acá. Está con un chico de Letras, fácil es su viejo, o ya su hermano porque el tipo es un patilludo sucísimo pero él no importa; la nenita es adorable. Umm, el tipo, aj no, qué explotador, si vieras como le hace botar una botella de yogurt en el basurero. Todavía el burro no le habla sino que le hace señas desde su auto y encima le ha indicado mal, ese no es el basurero de cosas reciclables. Pucha pero qué pedazo de primavera que es su hija, de hecho salió a su madre. Y no sabes, el idiota me acaba de sonreír, no aguanto: me voy. Whatever, ey te llamo luego, Arianna, que María Pía ha venido a recogerme.
¿La chica de la banca es bonita no?, le pregunté cuando volvió al auto luego de botar la basura muy alegremente. No, me dijo Luciana. Se llama Beatriz, le conté. ¿Y cómo sabes su nombre?, indagó moviendo las manos. Es una amiga que hace tiempo conocí, le mentí. Me creyó y sentenció ahh, pero es feeea.
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Aniversario.- El pasado siete de julio esta pagina cumplió (contra todo pronóstico de lluvia, tormentas y llantos) un año de publicación. A veces, abrumado, me sorprende sostener algo tanto tiempo: 365 días ("un año nunca es suficiente / cuando se desea el descanso"). Casi sin darme cuenta, ese último día siete abrí otra bitácora en la que relataré algunas choteadas sentimento-monumentales, espero que más atrevidas que las de este último post y, claro, de envenenada credibilidad. Se llama A Choteadas Aprendí, y lo escribo con un amigo, el gaznápiro y masacotudo Jorge Luis. Ojalá duremos, el tiempo lo dirá.


 
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