jueves, abril 30, 2009

La salida de tarea



Todos los lunes, Luciana debe llevar al colegio unas anotaciones acerca de cómo pasó o qué hizo el fin de semana: y contarlo en una hoja o menos. El domingo había llegado y Lu no tenía todavía nada divertido que contar. Además, había dejado un par de tareas pendientes para ese día. Eran las tres y se me ocurrió llevarla al Parque del Dragón, a ver si salía algo divertido. A mi madre no le gustó la idea: pensó que volveríamos tarde y había el riesgo de que las tareas queden sin ser tocadas. Y Luciana, como toda niña de cinco años, debía dormir temprano.

Entonces me ofrecí a escribir la nota del fin de semana para su tarea: pero para eso debían dejarme llevarla a cualquier parque y al final del día escribiríamos, junto a Luchi, su reporte semanal (ese es el chiste de la noticia del fin de semana: “que el niño participe en su elaboración”).

Íbamos los dos solos y me advirtieron que volviéramos antes de las siete de la noche. Yo solté unas risas discretas porque no pensaba demorar tanto. A diferencia del pasado, ahora llevamos el auto de papá. Si antes debíamos subir a micros contra nuestra voluntad, contraviniendo con los pedidos de Luciana de ir en taxi, ahora contábamos con la comodidad de ese auto añejo, ese auto que ya necesita revisiones técnicas.

Bueno, salimos rumbo a la avenida Brasil. Otra vez le "presté" a Luciana la cámara para que disparara como quisiese a las imágenes de la calle que le llamaran la atención: aunque no me quedo conforme con el verbo “prestar” ya que esa cámara la compré para la familia y me encanta que Luciana se apodere de ella; es también de Ella.

Bajo el semáforo del cruce con Vivanco, Luciana tuvo la idea de comenzar con un juego que nos gusta mucho: los gritos silenciosos. Cerramos las ventanas, apagamos la radio, contamos “uno dos tres” y deshollinamos nuestras gargantas lanzando reparadores gritos al Cosmos, gritos que vienen del alma. ¡Aaaaaaaaaaaahhhh!, y luego carcajadas. Pero siempre lo hemos hecho los dos solos, esperamos pronto a una compañera para compartir esos gritos desprovistos de partitura.

Llegamos a la avenida del Ejército, donde se eleva una Virgencita que en mis tiempos colegiales daba vueltas pero que ahora está quieta, mirando hacia el poniente: demostrando que, esta vez, la tecnología no está al servicio de la religiosidad perucha. Luciana sufrió para tomarle una foto; finalmente, salió.

A veces aceleraba, y otras, el velocímetro no subía sus agujas más allá de la prudencia: Luciana que, empinándose, todavía no pasa de ver el tablero del auto, y se siente fastidiada por el asfixiante cinturón de seguridad, aun se pierde el delicioso golpe de viento que acaece en el carro gracias a la velocidad casi mortal de noventa por hora. Ella continuaba tomando fotos.

Pasamos por el grifo Shell en el que, semanas antes, caímos para lavarnos las manos luego de ir a ver cometas al malecón (pero ese episodio no lo escribí: hay días que deben olvidarse, hay aventuras que no deben rescatarse), Luciana tuvo un rapto de alegría al ver tal grifo, donde casi pierdo mis lentes. Reii, ahí fue lo de tus lentes, me dice y yo acelero. Faltaba poco para llegar al Parque del Dragón. Las sinuosidades de la vía y los diversos rompe muelles no menguaban nuestra velocidad.

Por fin llegamos al Parque del Dragón. Demoré un poco en bajar, yo no más porque Luciana ya estaba fuera del auto, pegando su rostro a la ventana. Aproveché para tomar la foto que va al inicio del post.

Es un parque casi nuevo, encajado en las callosidades del barranco, con vista al mar, que es lo más importante de todo. Las escaleras quedaban lejos así que bajamos por el pasto empinado y bien cortado; corrimos un poco. Un tobogán con forma de dragón es la principal atracción para los niños que por ser domingo llegaron numerosos. Luciana hizo la cola para entrar y yo la esperaría abajo, en la boca del dragón.

Se deslizó un par de veces más y cambiamos por la resbaladera naranja, y ahora tocaba subir al barco gigante instalado misteriosamente ahí. Yo quedé sentado cerca tomando las fotos: alguna vez llevé una libretita para apuntar lo que luego sería un post, ahora con una cámara es más fácil de recordar y no pasar por el infierno de escribir como un energúmeno.

Fue luego de eso, y acá está la carnecita del post, que conocimos a un chico solitario llamado Arié. Al comienzo, no entendimos su nombre: Luciana escuchó Ariel y le causó gracia porque así se llama la princesa Sirenita que vive bajo del mar; pero el niño era Arié, con una tilde varonil al final del nombre. Él estaba solo (por eso ya me caía bien) dándose vueltas en la Rueda y le pedí que la detuviera un rato para subir a Lu. Luego yo, con mi poca fuerza, hice girar la Rueda: Luciana, miedosona, cuando sintió que estaba rápida la cosa pidió pararla.

Después yo estaba de más, ellos jugaban divertidos, se entendían como es natural en dos niños de la misma edad. Entraban al tobogán pero por la parte del hocico del dragón, tomando el riesgo de toparse con los niños que bajaban y las piedritas que tiraban. Entonces, me dio sed, y compré una botella de agua al doble de su precio, me dejé estafar por la vendedora porque no quería buscar tiendas y tenía sed. Luciana interrumpió su juego para tomar un poco. Como me dijo después, el amigo Arié le dijo que ya no quería jugar, y la note triste pero aun no sabía por qué. Sin embargo, volvieron a jugar. Esta vez fueron al subibaja, un juego muy bacán que también ayudé a mover. Para eso, me llamaba la atención que Arié estuviera tan solo, ningún señor o señora se acercaba a hacerlo jugar (lo que no es absolutamente necesario), por eso tomaba mis precauciones al momento de tomarle fotos al solitario Arié.

Yo quería ver los parapentes que estaban en el siguiente parque así que Luciana ya sabía que debíamos irnos pronto, antes que la tarde corra más y perdiera el brillo solar. Entonces, Ella quiso despedirse de Arié y lo fue a buscar, pero como lo vio jugando no se animó a decirle “chau”. Yo observaba a lo lejos, escondido, mirando a través de las rendijas de un arbusto. Subimos lentamente, nos distrajimos en el jardín empinado: Luciana rodaba y yo la filmaba; vimos que unos señores se llevaban a Arié, eran sus padres ahora sí. Aprovechamos para hacerle “adiós” con la mano y Arié respondió igual.

Pero Luciana no quedó tan contenta con esa incipiente despedida: fácil, Ella quería darle su besito, o la manito, no sé, si no fuera porque creo que en los niños no se despiertan aún esos sentimientos amorosones diría que la Luchi se encandiló con el buen Arié. Subimos al auto, le dije que nos encontraríamos con él en el siguiente parque, que él también caminaba para allá, que si no, ya el otro domingo cuando volviéramos, pero eso ya fue bien mentiroso de mi parte.

Avanzamos con el carro y llegamos al Parque del Parapente, que está arregladito y los turistas pasean por allí tomando fotos. Entramos y Luciana se entretuvo jugando en un jardín-laberinto, corría sin sentido y yo sentado buscaba buenos ángulos para las fotos que salieron regias y sobre todo naturales. En una de esas, que yo miraba el parque por la pantallita, Luciana corrió hacia mí, no me dio tiempo y me aplastó, me tumbo al pasto y yo feliz.

Los parapentes estaban más allá y fuimos a buscarlos. Primero llegamos a unos fierros clavados al piso que fungían de área de deportes: unos niños de cinco años aprox. se colgaban y trepaban de las paralelas y las barras, tenían una fuerza extraordinaria para su edad; Luciana intentó pero le faltaba práctica, porque las piernas largas ya las tenía. Seguimos caminando, Ella iba por el muro de ladrillos y yo la sostenía para que no rodara por el verdusco barranco: era gracioso leer en cada ladrillo un escritos hechos con liquid paper de alguna pareja que por allí había pasado. Por ejemplo, “Juntos hasta el fin gordis”, “06-02-08 Vanessa y Rafael”, “Mariela y Gilmar estuvieron aqui” y hasta el improbable “Luciana chiquita linda siempre te amare”. Eso y mucho más ya estaba escrito.

Hasta que llegamos al pampón de los parapentes: no había ninguno, era domingo y ese día no vuelan los hombres pájaro. Había una pequeña reja verde que abrimos para entrar. Había un cartel que empecé a leer “ESTA PROHIBIDO EL INGRESO DE PERSONAS…”, chesu, me detuve y con la mano a Luciana, continué leyendo “…BAJO LOS EFECTOS DE DROGAS” y me vino la risa. Una vez adentro, vimos a una niña extraña que jugaba con sus legos y con unos animales raros (por eso ya me caía bien). ¡Mira tiene caracoles!, advirtió Lu. Yo agudicé la mirada y, en efecto, tenía esos animales pegajosos entre las manos. Nos sentamos con la niña y Luciana no quería coger ningún caracol.

La niña de vestido blanco se llama Sophie, es súbdita fiel de la reina Margarita de Dinamarca y había visitado hace unos días el Cusco. Eso me contó su padre parapentista que primero hablaba por radio y coordinaba próximos vuelos en Pachacamac con algún otro colega del aire. Mientras, Sophie y Luciana jugaban juntas, movían los caracoles, y trepaban en unos fierros como haciendo ejercicios. Sophie nos advirtió que no tocáramos los caracoles pues podían mordernos, aunque a ella todavía no la mordían. Mira la niebla, dijo Sophie señalando los edificios; Luciana volteó a mirar y aprendió lo que era la niebla. Yo me di cuenta que ya no tenía sentido seguir con los lentes oscuros.

Ya era tarde, no había ni un rayito más de sol. Dejamos a Sophie jugando solita y por eso triste: de algo se fastidió Luciana y ahora era Ella que se quería ir. No entendió la mentira piadosa que inventé para la niña danesa: “ya volvemos en un rato, Sophie”, y Luchi corrigió “¡no, ya no vamos a volver!”. Si no fuera porque creo que en los niños no se despiertan aún esos sentimientos amorosones diría que Reiner se encandiló con la buena de Sophie.

El auto quedó muy lejos y fuimos a por él: Luciana estaba cansada pero no parecía, a diferencia de mí que estaba con la lengua fuera por todo lo que habíamos caminado, porque si caminas cierta distancia con Luciana, con tantas idas y venidas, parece que caminaste el doble. Ella, seguramente buscaba los juegos de más allá, pero ya era tarde, ya iban a ser las siete de la noche. Mi madre tenía razón en que nos íbamos a demorar.

Volvimos sobre nuestros pasos al auto, lo encendimos y arrancamos por la ruta más larga. Tomamos la Arequipa y la Javier Prado. Pasamos por los juegos nuevos de Larcomar pero Luciana se conformó con mirarlos de lejitos. El paseo se terminaba y ninguno sintió, ni se acordó, de que todo fue para hacer la tarea del fin de semana. Lu reclinó su asiento, despegó el cinturón y se echó boca abajo a dormir mientras yo manejaba despacito.

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pD. Hoy se presentó Oasis en el Nacional y no fui. No iba a ir y la última semana me motivé porque sí, al final no junte el dinero por esperar el llamado de un amigo que al final no se dio. Igual, esta canción se queda: don´t look back in anger. Nunca te cansarás de escuchar las panderetas.

domingo, abril 19, 2009

Cuaderno Viajero: La crónica de Semana Santa


He pasado el fin de semana, la semana santa, tranquila. No ha sido un vía crucis como le pasó a Jesusito.

El jueves intenté visitar las siete iglesias pero había mucha gente y sólo entré a seis. Casi ni se podía caminar y volví cansada a mi casa. Al menos, en una de las siete iglesias deberían poner camas saltarinas o carruseles mágicos para que los niños de mi edad la pasemos mejor.

Todo el día en la televisión transmitían películas que no terminaba de ver porque eran muuuuy largas.

El viernes santo, almorcé con mi familia: era pescado porque en semana santa no se come carne roja. En verdad, a mi no me gusta tal carne por lo que parece que siempre estoy en semana santa.

Llegó la tarde y no había tiempo para ir lejos de casa, por ejemplo al campo o a cualquier lugar suficientemente alejado de la ciudad como para relajarnos en este viernes santo. Así que fuimos con mi papá, mi tío, mi mamá y mi hermano al Campo de Marte a jugar.

El Campo de Marte es un gigantesco parque ubicado en Jesús María. Todos los pastos están verduscos aunque no es recomendable pisarlos, ni jugar con la pelota sobre ellos: tienen barro y se pueden manchar los zapatos.

Sólo tienen que guiarse por la bulla para llegar a donde hay juegos mecánicos grandísimos, muchos. Eso hicimos con mi papá: fuimos corriendo hasta encontrar los juegotes esos. Antes, pasamos por un puente donde me tomé fotos.

Primero me subí a la “resbaladera inflable”, que debe tener otro nombre pero yo le digo resbaladera inflable. Mi papá pagó por diez minutos pero yo me quede más, estaba divertido, aunque al comienzo no sabía treparme para pasar de un lugar a otro. Por supuesto, había niños que se creían Sportacus y se lanzaban desde lo alto sin temor a perder, tal vez, una pierna o un brazo.

Luego, en la cama saltarina, encontré una pelotaza azul con la que estuve jugando. En un momento la boté fuera de la cama saltarina y mi hermano tuvo que ir corriendo a alcanzarla, antes que el señor cobrador se diera cuenta de que no habíamos pagado por ese juego.

El siguiente juego fue la Mesa-de-aire-con-disco-para-lanzar. Primero jugué con mi hermano que me estaba ganando, luego a mi mamá le metí un gol y al final mi papá cogió la paleta y le hizo otro gol a mi mamá.

Esperé a que el Carrusel terminara de dar vueltas para subirme, demoré en subirme porque no encontraba el animal ideal, el que me gustara. Por fin elegí un caballo blanco y todo empezó a moverse. A cada vuelta que daba, mi hermano me tomaba fotos y más fotos. Mi mamá también hacia lo propio desde otro rincón, así que tenía que posar demasiado.

Para el último juego de la tarde, debía elegir entre los carros chocones y el trencito, porque no se puede tener todo en esta vida. ¡Bah! Los carros no me llamaban la atención y subí feliz al trencito con mi hermano que casi no entraba en nuestro vagón: cogimos el primero, fuimos los pilotos.

Sin ir muy lejos del Campo de Marte, caímos un rato donde la vendedora de picarones, que son como esponjitas fritas y re-suaves. Pedimos muchas porciones y terminé el viernes santo con dedos empapados con la miel de los Picarones.

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A los pocos fans. No es verdad que lo que acaban de leer lo pegamos al C.Viajero. No así, enterito. Por motivos que responden a la estética, la hermana Romina, más correctora que nunca, suprime algunos pasajes, pues ordena muy bonito cada parrafo en cuadritos de colores y de formas variadas... y, al final, no alcanza todo. Me he resignado a que mi hermana mayor me ponga esos límites editoriales: no se tiene todo en la vida, amiguis. Pero a este bloJ-recuerdo siempre vendrá mi versión: el post en bruto.

Google. Existe mucha gente (del Perú y de fuera del Perú) que llega a esta ventana buscando una ayuda acerca de qué es el C.Viajero, o ejemplos de cómo hacerlo. Entonces me doy cuenta que el C.Viajero es una tarea que se viene extendiendo a nivel mundial (a costa de la preocupación de los viejos). A esos navegantes que me envía el Google, desde mi poca experiencia escribiendo cuadernos que viajan les aconsejo, si es que han llegado al rincón de este post (y se los agradezco), contar episodios divertidos, sea en primera o en segunda persona, y no necesariamente de eventos espectaculares, como el que acaban de leer que salió cuando pensé que nada saldría. Y, eso sí, no sean melosones, jodan un poco a la profesora que luego lo leerá. Para contar algo en los C.Viajeros no necesitan romperse la cabeza, basta con pasar una tarde con los nenes, prestarle toda la atención del mundo y descubrir cosas fascinantes de ellos. Van a ver que luego ya no pueden despegarse. Siempre las hay, pero para algunos es dificil reconocerlas. El Reinercito del pasado era de esos últimos.

Picarones. Lee en el bloJ de Lidiezita qué son los ricos Picarones.

sábado, abril 11, 2009

El hábito ciego



"Primero, voy a gritar fuerte. Para que no nos escuchen"
(Luciana, cuatro años, con sus frases no contradictorias, sino filosóficamente debatibles y poéticamente estimables)




Aun leyendo la Apología de Sócrates no pude dormirme hasta las 2 am. Creí que con esa lectura bastaría para cerrar mis ojitos plañideros pero no fue así. Tuve que terminar de rematar mis ojos viendo un poco de las Olimpiadas que se jugaban en China. Estaban divertidas, transmitían las competencias de bicicleta y, además de la fuerza que le imprimen los competidores a sus carreras, había el agregado de que siempre se producían caídas en masa. Eso me parecía penoso y muy conmovedor porque, si un ciclista perdía el equilibrio, por su error pagaban los demás y au-revoir al Oro Olímpico. Es como una escena de cole: la maestra amenaza que si uno solo de los alumnos osa cometer una inconducta, todo el salón se quedará sin salir al patio a jugar. Un acto de justicia ciega.

Amanecí extenuado a las 8 am. Lo primero que oí fueron gritos de dos chicas de la casa, Romina y mi mamá. La primera culpaba a la segunda de no hacer previsiones y alistar todo tarde si nos iba a dejar con Luciana. Es que esa mañana mis dos padres se fueron al Hospital y solo quedaron sus dos hijos mayores, Romina y este su seguro servidor como responsables (al ojo humano) para despachar juntos a Luciana al colegio.

No quería separarme de mis cálidas sábanas para entrar en la pelea. Por las mañanas, uno está lo suficientemente adormilado para ser un perfecto e inacabable gruñón con cualquier mínimo desperfecto que se le antoje encontrar. Me sabía de los de ese tipo y no quería abandonar las colchas.

Cerca a las ocho, ya estaba moviendo mis dedos de los pies como primer auto-estímulo para despertar mis demás músculos que iban cediendo poco a poco. Salí furibundo de la cama y para mi sorpresa y salvación del mundo, creo yo, no entre a la discusión infernal porque no quería malograr esa mañana  y porque no sé discutir, me entrego facilito, diría yo.

Le pregunté un par de cosas triviales a Luciana (por su leche, por su peinado, etc.) cuando escuché la puerta cerrarse. Mis padres se habían ido. Al parecer, Luciana estaba totalmente preparada para ir al cole. Menudo detalle aquel de que aun no había tomado su tasa de leche (con forma de tigre maricón). La llamé para que lo hiciera pero no vino. Primera llamada.

Ahora Romina también me ayudaba y luego de un par de intentos logramos que se suba a la silla. Estaba de pie en ella y no quería sentarse, mientras tanto Ro aprovechaba en escarmenar la castaña cabellera de Luciana.

Se bajó, se echó al mueble, se paró y ahora sí se sentó en la silla. Yo estaba a su costado pero no la veía tomar ni un pico de leche. Lleve mi tasa vacía a la cocina y Luciana me siguió, lo que me irritó un poco ya que dejaba abandonada su leche otra vez. A pesar de hablarle un poco alterado (o tal vez por eso) no me hizo caso.

Volvimos Romina y yo a la mesa. Cada uno inventaba una serie de exhortaciones para asustar a Luciana y que vuelva a la mesa. Teníamos el común denominador de amenazarla con la hora que marcaba el reloj. Era gracioso que mis formas de presionar no eran del agrado de Romina, y viceversa.

-Si quieres no vayas al colegio pero a las diez nos vamos los dos a la universidad y te tendremos que dejar con Marita (la vecina loca) - decía yo, así de cruel.

-No le hagas recordar a Marita- me callaba Romina, en voz baja.

-¿No quieres hacer deportes hoy día Luciana?- continuaba yo, porque era el día en que iba con buzo.

-Mira ya se hace tarde, ¡Luciana no vás!- Romina, espesona, le decía.

-Ya, Luciana, toma la ´sopa´- se confundió Romi, era toma la leche, y nos reímos los tres, uno empezaba luego del otro. Luego Lu nos contó.

-El año pasado, mi mama me quiso dar con cuchara y yo me reí y vote toooda la leche.

-Ahhhh, muy mal hecho -juzgaba mi hermana-. Ya, Luciana, ¡toma la leche o no vas!

-Yaaaaaaaaaaaaaa- la cortó Luciana, cual Gohan que está a punto de convertirse en Supersaiyajin, harta de tanto hostigamiento gratuito y de su hermana mayor. Me gustó que le dijera eso a Romina: me hacía recordar cuando Romina hacía eso mismo con mis padres. Reí solo, luego me acompañó Lu, como pretexto para seguir no tomando.

Así son de convenientes las “malacrianzas”. Digo convenientes porque no sabes cuándo ni dónde te pueden ser útiles. Qué rico es ser respondón, que puede parecer malo pero a los niños les meten tanto ese rollo que considero saludable un poco de rebeldía.

Luego vino la discusión sobre si estaba bueno o no eso de llegar tarde. Romina decía que debe aprender a respetar los horarios y está mal que su cole la deje pasar así no más (porque su cole cierra las puertas y luego las vuelve a abrir para que entren los “tardones”, cosa que me parece sospechosa).

Yo prefería que llegara tarde para que aprenda a ser responsable a su modo: llegando tarde, así como esa mañana, que tuvo que tragarse su engreimiento y su leche para ir al cole. No que aprenda al modo de su profesora, que con una llamada de atención poco va a lograr.

Que llegue tarde y que sepa lo que es perderse un día de cole, para que no lo vuelva a hacer. A Luciana no le gusta faltar al colegio, ese día estaba tarde. Si, al final, la miss envía un aviso en su Cuaderno de Control o le baja la nota, yo lo tomaré ligero (cosa que mi mamá no hará).

Eso último es porque creo que lo que hacen los colegios es habituar a los alumnos, por medio del premio y el castigo, de maneras sutiles o con otras que parecen fuertes. Estas bien o estás mal, no hay espacio para nada más. Esa es una forma de habituarnos a conducir nuestras acciones por el camino del Bien, a ciegas porque no se cuestiona, una forma de educar de la que yo reniego y cuando puedo intento sacarle la vuelta con sutiles mensajes preñados de una sana rebeldía que problematice a Luciana y no haga las cosas por hacer, o porque su profe le dijo que así era.

Una vez en la puerta de su colegio, le entregué su lonchera y le pedí “besito”. Ella me lo dio fugaz, casi sin dármelo, se abrió paso por detrás de una señora y entró por el portón. Yo esperaba que volteara una última vez para despedirla meneando la mano como si fuera un pañuelo pero no lo hizo. Dio la vuelta por el pasto y desapareció.

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Galardón. Quería agradecer a los blogueros: Lasci la argentina y Roberto el chalaco,  por haber distinguido a este bloJ con un premio peligrosamente llamado Premio Dardo. Además, la fascinante Lasci tuvo en bien otorgarme el mes pasado el Premio Corazón Partío, al que no agradecí antes por oscuros motivos ligados a mi memoria traicionera e ingrata (no solo con Lasci, sino conmigo mismo muchas veces). Gracias Lasci y Roberto, verdaderos bomboncitos de la blogósfera.

Mala Sangre. Esta canción la vengo escuchando toda la tarde. Es el quemado de Pelo Madueño, de la desaparecida Liga del Sueño. Ahora se queda aquí.




sábado, abril 04, 2009

Arcadas



“Hoy día me cuentas un cuento pero hasta que tú te duermas”

(Luciana, cinco años, retándome a, por primera vez, vencerla y no dormirme primero que Ella)



Era una noche de invierno. Relatábale un cuento a Luciana para que sueñe mejor y despierte no tan colérica. Pero, como pasa siempre, me derrotó y el que se entregaba mansamente al descanso era yo. Ella seguía moviéndose como una lagartija, desordenando a su paso las fundas, los cobertores y los peluches con los que duerme. De pronto, Lu se sentó y dijo…

-¡Quiero vomitar!

El sueño escapó de mi cuerpo y supe que tenía unos pseudo-segundos para decidir qué hacer desde lo alto del camarote. Si ponía mis manos, como quien recibe una hostia para luego ponérsela en la boca, no podría haber abarcado todo lo que se venía en mis diez deditos soñadores. No podía pedirle a nadie que trajera alguna bolsa o el “trono” de Lurululú porque no llegaría a tiempo. Luciana estaba al lado de la pared y su cara indicaba que no faltaba nada. Era ahora mismo, y el ahora mismo, por lo que vi, se me iba escapar. No hubo tiempo ni para las arcadas. La sujeté fuerte y la pasé por encima de mí. Derramó un poco de líquido blanco en mi chompa y todo lo demás empezó a caer al piso de cuadritos del dormitorio. Tenía la cabeza al aire y Romina vino a “tomarle foto a la situación”, porque al principio no hacía mucho. Mi mamá fue la que llegó con un bacín para que Luciana siga depositando todos los líquidos de su volcánico estómago ya no en el piso.

No paraba de vomitar, una y otra vez repetía ese concierto acuoso. Puse mi mano en su frente, cuidando de no mancharla con mi chompa que no se salvó. Ya me preocupaba que no se detuviera. Ni yo, en mis mejores épocas de vomitador, ora de niño ora de borrachín, había regado tanta bilis en ningún ambiente de la casa.

(Como esto lo va leer mi hermana Romina tengo que confesar que he tenido dos momentos vergonzosos en la casa por este tema. Los dos sucedieron con las primeras juergas inacabables a las que asistí. La primera, dejé un pedazo de mi espesa humanidad al costado de un mueble de la sala y la segunda derramé mis mucosas en el lavabo. Lo raro de eso es que quedé dormido de pie, como los gallos, junto a ese efervescente líquido).

Lo que me hace pensar en la fatalidad del vómito. Cuando este viene de un momento a otro uno tiene que decidir qué manchar. Qué no manchar. A quién bañar y a quién no. Ordenar las ideas sin ayuda del tiempo, de un momento a otro, y listo, la embarras: es un drama con gutural dolor de por medio. No hay culpas luego (además que generalmente el que vomita no es el que limpia porque pobrecito alguna afección tendrá).

Luciana se calmó un rato y luego volvió a pedir ayuda. Rápidamente la jalé para que siguiera votando pero Ella me dijo no, solo quiero escupir, cof cof, juap shup!

Cuando estuvo mejor, me dispuse a seguir con el cuento, que era un cuento ya repetido (y no por eso el mismo). Pero no pude continuar: Quiero vomitar, le dije. Ella puso cara de espanto pero me reí inmediatamente para no preocuparla y Ella me siguió.

Un rato después le contó a mi papá y a mi tío. He vomitado, decía; lo raro es que apenas empezaba a pronunciar esa frase ya le daban ganas de llorar. Como si hubiera hecho mal en embarrar el piso (que tan limpio no estaba) cuando no tenía la culpa. Si estaba mal pues que vomite, y que vomite donde sea y que manche algo valioso, como su cama, o algo devaluado, como a su hermano. Apenas se ponía llorosa yo hacía que dibujara una sonrisa con el argumento: pero qué impooooorta.

Mi mamá le dijo, porque mamá sabe mejor, la próxima ya sabes, avisas un poco antes que tu barriguita te está molestando para estar preparados. Luego yo le pedí:

-Ya sabes Lu. La próxima vez que quieras vomitar, porfa, no vayas a manchar mi rostro, solo eso te pido, si quieres embárrame la chompa o el pantalón pero mi carita no ¿ya?

-¿Y si te mancho el cuello? –preguntó como para saber los límites-.

-Ya, normal. Pero mi carita no.

-Ja ja ja

Para seguir con el jolgorio, y olvidar los vómitos, empezamos con la sección “Imagínate que…”

-Imagínate que abajo, abajo hubiera estado papá y le tirabas todo el vómito encima de su cabeza calva –empecé-.

- Ja ja ja o imagínate que mamá estaba debajo, cambiándose y todo le caía.

-O que Romina estaba abajo con la laptop y fuaaá le caía todo en el teclado.

-Jajajaja – reímos juntos, aunque esa última broma, de ser verdad, le pondría punto final a este bloJ.

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[pD. El martes 31 de marzo, Luciana cumplió cinco años. Dos veces: en su cole le cantaron "Happy birthday" y en la casa, en una pequeña fiesta, rompió una piñata informe: así que, si hacemos la suma, 5 + 5 = cumplió diez. Y así va creciendo. Qué bueno, qué bueno.]


 
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