lunes, noviembre 24, 2008

Charla técnica


“Mami, ¿cuántos años tendrá B-Jay no?”

(Luciana, 4 años. Lo mismo me preguntaba yo sobre Timoteo en mis años mozos)


Era un cuarto para la una de la madrugada y Omarcito, un amigo de la universidad, me citó vía messenger a un partido de fulbito a la mañana siguiente, nueve horas después. Yo siempre me retiro del fútbol, juego una vez por semestre, y cada vez que lo hago termino adolorido por todos lados y con una ampolla en la planta del pie derecho que le muestro a Luciana, quien pone su mirada compasiva, entendiendo y tal vez sintiendo el dolor que me aqueja y me hace caminar como dando saltitos. Ella me ayuda con las cremitas, el algodón y la cinta adhesiva Scotch que usamos para envolver artesanalmente la viva herida.

Tal vez vaya al partido, le escribí a Omar. No, ya te conozco, tú me dices tal vez y nunca vas, dame tu palabra de hombre, me desnudó y renovó en mí el miedo a las palabras, porque son como cárceles de las que no podemos escapar. Ya, por ti me acostaré a la una para levantarme temprano, ahí estaré, le prometí una vez más. Luego proseguí, antes dime cómo va quedar la U mañana, necesito de tu sapiencia futbolística. Él respondió, de hecho ganamos 2 a 1 varón...besos, chau. Me contagié de su optimismo y vivacidad. Finalicé, ok, me quedo más tranquilo, chau.

Me acosté a las tres am, solo tendría seis horas y media para dormir. Despertaría nueve y media y saldría raudo a las canchas de la universidad. Dormí con frío y sentí que me podrían venir calambres en lo que quedaba de la noche o las pesadillas de siempre, todas iguales ––a veces pienso que mi vida transita por un camino que me lleva directo a una pesadilla, un momento duro que tendré que pasar en algún momento y del que no saldré fácilmente––.

Desperté a las nueve, así que había tiempo para alistarme con tranquilidad. Como siempre, Luciana estaba mirando televisión. En el canal 40, a esas horas, transmiten programas que, como yo estaba de vacaciones, me pongo a mirar con Luchi. En verdad, Ella mira y yo sigo durmiendo por lo que sería más exacto decir que la acompaño.

– ¿A dónde vas? –me preguntó, como lo hace cada vez que me ve alistándome para salir–.

–A la universidad.

– ¿Para qué, tienes clase? –Otra vez ahí, mientras me ajustaba las zapatillas–.

–No. Voy a jugar fútbol con unos amigos.

– ¿Por qué? –empezaron sus preguntas inquisidoras–.

No sabía por qué tenía que ir. No me había puesto a pensar en la naturaleza de mi decisión. No le parecía suficiente que me vaya y a mí sí; he escuchado que es normal que pregunte porque está en la edad en que necesita que le expliquen cada movimiento que hace cualquier ser vivo. Ojalá nunca deje de preguntar.

¿Por qué voy a jugar fútbol? Porque me gusta ese deporte, porque hace tiempo que no lo practico, porque me aburro en la casa, porque los mezquinos amigos peloteros que tengo me llaman (y yo salgo como un camello), porque si no voy no va a haber plata para que inscriban al equipo en un torneo relámpago, etc. El asunto es que cuando Ella me pregunta el porqué y el qué de las cosas ninguna de las razones me parece suficiente tampoco.

–Porque quiero, tengo ganas – ensayé.

– ¿Y por qué?

–Hace tiempo que no voy.

– ¿Y por qué no vas?

–Porque estoy ocupado –ni yo creo eso–. No tengo tiempo pero yo vuelvo para almorzar ¿ya?

–Ya cuez /pues/.

Me acomodo los pasadores mientras sigo riendo con Luciana de algo que ya no recuerdo qué fue. Ella sigue hablando. A la vez, voy dando cuenta de los panes con mantequilla que me han traído sin la tasa de leche correspondiente (y que alguna vez prometí nunca dejaría) porque el tiempo me gana y no voy a llegar a la cita pelotera, comenzarán sin mí. No importa. Si he sido capaz de dejar de estudiar para exámenes importantes por pasar un rato más con Luciana (“ay qué lindo”) porqué no he de perderme un mísero partidito en esa cancha dura de la universidad. Apacíguate varón, disfruta de esa mañana risueña junto a tu coleóptera hermanita.

Salgo de mi casa. Camino rápido rumbo al paradero con mi antigua indumentaria deportiva: zapatillas Umbro de cocada baja; un blanco suspensor y una bermuda playera; y algún polo que esa noche no usé para dormir. Camino reclamándome ¡porqué nunca me despierto más temprano! Llegué y reparé en que no era el único tardón, sino que quedé entre los tardones más responsables porque habían llegado dos o tres, pero no todos.

Empiezan a llegar los demás. Todos se acusan de incumplidores, de impuntuales. Y cómo les explico que me quedé jugando con mi hermanita (digo hermanita y no Lucianita: no me gusta extenderme en explicaciones sobre quién es Lucianita ante extraños), si les digo eso literalmente me van a mirar contrariados y comprobarán nuevamente que soy un huevón que juega con su hermana menor. Ja. Les digo que me quedé dormido, listo, no molesten y a ver, cuanto hay que pagar pa´ lo del equipo, que es para lo que finalmente somos útiles todos los que arreglamos esa cita vespertina.

Charlar con Luciana esa mañana fue como haber charlado con el mejor técnico de la historia del fútbol, que me indicaba cómo me debía mover en la cancha: esa mañana me salió todo, o la mayoría de maniobras dribleras que quise hacer, como generalmente no pasa. Bueno a nadie le pasa que en un partido le salen todos los truquetes masomeno-aprendidos. Y menos si juegas con tus amigos los mezquinos que tienen como ley natural no reconocer el esfuerzo de las jugadas que tú consideraste más arriesgadas y no salieron. Debo hacer la salvedad, todo eso de la mezquindad desaparece cuando se alcoholizan y son los más solidarios y regalones.

Volví para almorzar, pero un poco más tarde de lo que prometí. Ese ejemplo que le doy: ser impuntual. Ojalá que no sea lo que recoja de mí y nada más. Hace unos días le prometí ligeramente que volvería a las nueve pm para hacerla dormir (“ay qué lindo”). Era fin de semana y por quedarme con unos amigos del barrio traspasé largamente la hora prometida. Cuando llegué a casa, mi madre me dijo que Lu me estuvo esperando y, como no llegaba, se durmió entre lágrimas. Me sentí mal, yo le había hecho esa promesa para escapar de los aprietos en los que me pone con sus preguntas. No me gusta mentirle pero lo hago descaradamente muchas veces.

Mentirle a una nena no es un trámite menor ya que luego te reclamarán la falta apoteósicamente, es un foul por el que merecemos más que una tarjeta roja. A mí me gusta estar atento a esas pequeñas cosas, las que no se sienten y, justamente por eso, quedan imborrables. No si dejé de comprarle alguna golosina preferida, o si le quitaron el cable a la vecina, o si ya llega la navidad, o si la vecina se molesta si no como, o si el maquillaje, la fiesta, la pijamada… A mí me preocupa, Lu, estar a tu lado y hundir mis dedos en tu pancita, darte cosquillas, puntillazos de risa. Mi grande hermana, así de pequeño quiero ser para ti.

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VIDEO: Esta canción de Barney (manzanas y bananas) es muy pegajosa. Lu, Joaco y Sofi , tres emos argentinos perdidos en Youtube, la interpretan y danzan con "pollador" descaro juvenil.


lunes, noviembre 17, 2008

El cuento fallido



Corría el año 2007. Luciana todavía estaba descubriendo la vida colegial en la sección Tesoritos del nido Jesús de Praga. Del colegio llegaron las instrucciones: "hacer un cuento original de seis hojas y que el niño(a) lo aprenda porque lo va contar a sus amiguitos(as)". Mi buena amiga Chinti Inti me advirtió que era imposible que una niña, a los tres años, interiorizara tamaño discurso. Yo le decía que no era tanto un discurso para paporretearse, sino que una narración que, yo pensaba, Luciana aprendería facilito porque, casi, lo había vivido.

Yo no soy bueno para crear mundos real-maravillosos pero no quedaba de otra. Por fortuna, desde meses atrás, había venido alimentando un personaje que no pensé que me salvaría para inventar este cuento: Vladimira. Tal vez muchos rastreen pistas sobre cierto momento de la historia reciente del Perú, es menester advertir que eso no da cuenta de mis tendencias políticas, si se puede decir así (o si es que las tengo), ni de alguna apología trasnochada. 

Tal vez debiera cambiar algunas palabras o infidencias pero sería traicionar eso que escribí, que ya no cambiará.

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Personajes:

Vladimira

Luciana

Papa Montesinos

Doctora Dávila

Mama Higuchi

Hermana Keyka

Hermano Kenyo

Tío Abimael

 

Introducción a una Linda Historia:

Tienes que dormir Vladi, antes de que llegue mi mamá –piensa Luciana-.

Ella está acostada tomando la leche del biberón, el cual no ha querido soltar desde que se lo regalaron en la segunda Navidad que festejó junto a sus padres, tíos, primos e incluso, junto a sus sobrinos queridos. Luciana tiene tres años, va al cole y comparte un secreto con su hermano de diecisiete. Él, que quiere ser escritor, inventa historias, aunque con poco éxito, para entretener a su hermana cada vez que ella está a punto de dejar de sonreír. A pesar de todo, logró crearle una amiga inseparable a su hermana menor; y ese es el secreto que comparten y guardan celosamente a su madre.

Vladimira es la compañera ideal que inventó el hermano de Luciana. Vladi vive en su biberón, el cual toma tres veces al día sin falta, si es que no se entretiene con Barney en la tele.

Luciana no quiere que su madre se entere que, cada vez que tiene su rico biberón, habla con “Vladi”, como cariñosamene se refiere a la amiga de, posiblemente, toda su vida infantil. Pero tampoco quiere que su hermano se dé cuenta que conoce más a Vladimira de lo que él puede creer; pues Luciana ha llegado a visitar la casa de Vladimira, ha conocido a su familia, se ha entretenido con los juguetes de ella, e incluso Vladimira está en su mismo salón de clases. Comparten sus vidas más allá del sabroso ritual de tomar leche. 

Cada mañana que Luciana se levantaba temprano para ir al colegio, tomaba el desayuno junto a sus hermanos, pero estos, que lo hacían somnolientos pues dormían poco por hacer trabajos de la universidad, no llegaban lúcidos a las 8.15 para despedirla.  Se levantaban, comían y volvían a dormir para esperar sus clases de la tarde. Por esto, Luciana encontraba minutos de lácteas conversaciones con Vladimira antes de partir al colegio. Hasta que llegó un día feriado por algunas celebraciones de importancia para su nido.

Aquel día tuvieron más tiempo en la mañana y Vladimira le reveló a Luciana su verdadera forma. Dejó de ser un simple dibujo en el biberón o, mejor dicho, Luciana dejó la realidad para entrar en una nueva casa gigante, en un lugar similar al país de los cuentos de Disney. Luciana podía observar coloridas flores y traviesas mascotas que se derramaban por toda la casa que en verdad parecía un palacio. 

Dos niñas de poco más de tres años se paseaban por los inmensos pastizales llenos de mascotas y flores variopintas. Pero de todos los animales, para Vladimira, resaltaban tres especialmente. Se trataba de dos perros y una mariposa. Hueso y Pellejo eran los canes y el bicho alado se llamaba Mariposa.

Estos nuevos tres amigos siguieron a las niñas bajo el suave mando de estas. Llegaron a la alcoba de Vladimira y vaciaron los estantes de juguetes y peluches; desparramaron los rompecabezas y revisaron todos los cuentos que encontraron. Así fue el inicio de la verdadera amistad entre Luciana y Vladimira. A partir de aquí, Luciana visitaría religiosamente a su amiga del biberón. Nadie advertiría la aventura inenarrable que Lu comenzaría porque todos en su familia se habían encerrado en sus, para ellos, ocupadas e importantes vidas, y habían olvidado la fantasía de ser infantes.

Todos en el hogar de Vladimira habían recibido de la mejor manera a Luciana. Los padres de Vladimira eran dos personas simpatiquísimas y la engreían demasiado: Luciana los llamaba señor Montesinos y señora Higuchi. Ellos tenían dos hijos más que estudiaban aun en la secundaria: Kenyo y Keyka. Además vivían con el tío Abimael que amaba a los caballos y pasaba más tiempo alimentándolos y entrenándolos que con la familia.                                    

Vladimira le contaba muchas de sus travesuras a Luciana y unas de las últimas es las que contaré a continuación. 

Cuentos/travesuras de Vladi (o La frontera es tu imaginación)

Una mañana del 16 de setiembre del 2000 el señor Montesinos se encontraba haciendo unas compras en Plaza Vea cuando decidió sentarse por un dolor de estómago. A los pocos minutos, el señor Montesinos fue transportado al hospital en una furiosa ambulancia y fue revisado por la doctora Dávila que le entregó un jarabe, una pastilla y una inyección. Luego, el señor Montesinos llegó más aliviado a su casa y saludo a toda su familia antes de contarles el percance que había tenido. Su familia se comprometió a hacerle recordar las horas en que debía usar esos remedios, incluida Vladi. Sin embargo, esa misma noche, la señora Higuchi olvidó guardar los medicamentos en el botiquín y los dejó en un lugar al que Vladi podía acceder. Y, traviesa y curiosa como solo ella sabe ser, Vladi, los cogió y los llevó a su dormitorio abarrotado de juguetes. Ahí tenía, también, la casita donde dormían Hueso y Pellejo y la jaula de Mariposa. No tuvo mejor idea que repartirle las tres cosas que tenía en su poder a sus tres inseparables mascotas para jugar por última vez en la noche pues al día siguiente tendría que levantarse temprano -porque la movilidad no esperaba mucho tiempo ya que recogía a veinte niños más- para no llegar tarde al colegio, el mismo al que asistía Luciana. A Hueso le tocó el jarabe. La pastilla fue para Pellejo. Mariposa se quedó con la inyección. Jugaron a curarse las heridas un rato hasta que los tres cayeron rendidos en sus camas no sin antes “esconder” sus nuevos juguetes en la casita de madera de los perritos.                                                                                                                             

Al día siguiente, muy temprano, el señor Montesinos tomaba su desayuno y cuando quiso buscar sus medicamentos no los encontró así que despertó a su esposa, a Keyka, a Kenyo y al tío Abimael para que lo ayuden a buscar los remedios tan gentilmente recetados por la doctora Dávila y no despertaron a Vladimira porque era demasiado temprano. Quizás en ese momento les hubiera ayudado pero al no hacerlo extendieron más su búsqueda. Buscaban y buscaban por todos los dormitorios de la inmensa casa, en todos menos en el cuarto de Vladimira, no creyeron que pudieran encontrarse ahí. Y además mamá Higuchi era un poco desmemoriada y no pudo recordar donde los había puesto, aunque no hubiera servido de mucho. Al no encontrar nada, el señor Montesinos decidió visitar de nuevo a la doctora Dávila, que además era amiga d la familia porque había controlado la salud de Kenyo y Keyka cuando estos eran bebitos y ahora lo hacía también con Vladimira (el señor montesinos le tenía mucho agradecimiento) pero esta estaba de vacaciones y las había aprovechado para realizar un viaje larguísimo. Al señor Montesinos no le quedó otra salida que comprar los medicamentos pero en las farmacias le informaron que esas medicinas solo se fabricaban en Asia y la doctora Dávila las tenía porque antes se había dado un paseo por allá. El señor Montesinos sí tuvo otra salida, fue por el aeropuerto y sin avisarle a nadie se marchó a Japón en busca de las medicinas que Vladimira, su princesa, guardaba en el lugar más inimaginable de la casa. Mientras el señor Montesinos estuvo en Japón, Vladimira ya conocía a Luciana que iba a jugar todos los días. Ahora estaban aprendiendo todas las canciones de Barney, Pocoyo, Un mundo grandote, Backyardigans, Lazy Town, Jim de la luna, etc.  Sobre todo la canción de un programa recién estrenado, “Hi5”, que se llamaba “Hay animales”.

Ya se habían aprendido unas cuantas estrofas y cada vez las cantaban mejor. Iban siempre bien acompasadas por Mariposa que con sus giros en el aire les indicaba como iba la canción…

Salto como Pantera / soy fuerte como un león / terco como mula / o un astuto tiburón / Como delfín ir nadando / y ser como Flamenco / planear como Halcón / o correr como un Dingo / Hay animales dentro de mí / dejenlos libres, libres al fin / correr por la selva, volar por ahí / nadando en el mar yo soy muy feliz... /

Y Un día de esos, propicios para acabar con un problema -o con un cuento-, la señora Higuchi (cocinera extraordinaria y deportista en sus ratos libres) estaba limpiando el cuarto de Vladimira cuando de repente encontró las medicinas en la casita donde todavía dormía Hueso, porque Pellejo ya estaba revoloteando en los jardines. Ella sorprendida y feliz llama a su marido a Japón y le cuenta la buena noticia. Este vuelve inmediatamente a Lima, no sin antes pasar por países como China, Alemania, Francia, España, Venezuela, Chile, Brasil, etc. Al llegar habla con Vladimira y sonríen juntos por la tremenda aventura que ella le hizo pasar a su padre, este le agradece porque gracias a su travesura pudo conocer otros países y, aunque la extrañó mucho, su consuelo fue pensar siempre en su familia para la que trajo muchos regalos pues no llegó a comprar las medicinas, felizmente recobradas y que Vladimira no había abierto.

Luciana siguió yendo a la casa de Vladimira hasta que creció y se dio cuenta que por algún motivo ya no podía volver a esos mundos de fantasía que supo visitó toda su vida infantil pero que no le dio mucha pena abandonar pues Vladimira revivía cada vez que Luciana abría cualquier libro de aventuras y también en los que Vladi le había regalado.

Al día siguiente Luciana salió apurada de su casa porque faltaban cinco minutos para que se le haga tarde y no quería faltar a la primera formación del año pues empezaba el sexto grado de primaria.

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Las "seis hojas" que nos pidieron debían ser rellenadas con letra tamaño 72 y debían tener un argumento simple. No hacía falta el cuento largo que han leído (que has leído, Lu) así que se quedó en mi archivo, fue un cuento fallido, pero no fallecido. El cuento que al final presentamos fue un resumen apretujado de ese "viaje" que hizo Luxi (en mi mente) a la casa de Vladi. A propósito, una mañana que ya olvidé, el biberón-Vladi se resbaló de las manos prensiles de Luciana, cayó ruidosamente al suelo y las seis onzas de leche le dieron el peso suficiente para que reviente sin problemas. Me dió mucha pena verla luego en el tacho de basura.

Esta canción "inédita" fue la que dió titulo al resumen que presentamos al colegio. Es de Alejandro Sanz: La frontera es tu imaginación.

lunes, noviembre 10, 2008

El orgullo de ser


“Sabes reiner, este platano es de manzana y a mí no me gusta”

(Luciana, 4 años, me descuadró)


Esto ocurrió el último sábado siete de noviembre. Esta entrada la escribo a mano porque Romina se ha llevado el ordenador a un campamento. Si no escribo rápido lo que pasó hoy me voy a olvidar todo lo sustancial y escribiré sólo lo banal, como ha ocurrido con muchas entradas anteriores.

Todo empezó cuando Romina, desorganizada ella, alistaba sus cachivaches (entre ellos la lap top) una hora antes de su campamento aieseco. Es irresponsable de su parte que haga eso: “a último momento”. Hincha su mochila rodante con ropas dobladas de cualquier forma (lo que no me importa porque será ella quien sufra al abrirla) y se pasea por toda la casa buscando el cargador de su celular (lo que sí me importa porque lo hace furiosa y gritando). Además, busca polos y zapatos que no va encontrar en ese desorden que es su vida. Involucra a los demás en su búsqueda que saben nada de donde esconde Romina sus cosas. El asunto es que, por buscar las cosas de Roma, empieza a haber bulla y desorden en la casa, lo que me molesta sobremanera.

Romina se va. Ahora es el momento de almorzar. Lu y mi viejo están sentados discutiendo. Ella le dice, articulando con voz mandona, que mi hermano me ha dicho que vamos a pasear con el carro ¡ya! Y mi padre le responde que primero tienes que acabar todo lo que te sirve tu mamá. Dejo que hablen mientras termino de ver Forrest Gump por Fox (me conmueve siempre la escena del discurso fallido de Gump en ese lago inmenso, que parecía reservado para el abrazo que luego se regalan Jenny y Forrest). Me acerco a la mesa y le digo a Luciana: No, hay que pedirle permiso a papá para llevarnos el carro, si él dice NO ya no podremos usarlo, para que baje su tono mandón. Aquí no manda Ella, pero Ella no lo sabe. Luchi agacha la cabeza y no accede a pedirle prestado el carro a papá. No sé si conozca lo que es el orgullo (yo mismo no lo conozco bien) pero algo la conminaba a quedarse en silencio. Luego de rugir órdenes a alguien, ceder y pedir prestado algo es lo que un niño difícilmente hace. Yo fui el que pedí el carro, que me correspondía también porque yo iba manejar. Mi viejo, confiado, no me lo negó, nunca me ha negado las llaves del auto.

De todas maneras, la condición era que acabara sopa, segundo -arroz con huevo como siempre- y un poco de tallarines verdes, que no le gusta pero que, dándole poco a poco, esperamos que aprenda a comer. Primero intenté darle yo de comer a mi modo. Le dije que el avión venía de Uruguay (/Uruwey/) y Ella sonrió porque recordaba ese tan usado juego para que los nenes almuercen. Como era tallarín verde cerró la boca. Si no comes no vamos a pasear en el carro. Eso le dolió porque Ella sí quería pasear. Era yo versus Luciana y en mis manos tenía el tenedor con las únicas tiritas de tallarines que le exigía comer. Ella volteaba la cabeza, el tenedor chocaba con su mejilla izquierda y su boca seguía clausurada. Le advertí que hasta 3 la iba esperar, si no probaba ese bocado me iba ir solo. Conté 1, 2… 3. Me tragué los tallarines mientras me miraba y fui a cambiarme con la firme decisión de no llevar a Luciana a ninguna parte. Mi método había fracasado.

Desde mi dormitorio escuchaba como mi madre alzaba la voz para que comiera. Me puse el polo que me trajo Romina (por el que me acusan de “alienado”) que dice “Hollywood USA” bien grandote, era lo único disponible, encima me colgué la polera. Pasé por el comedor y ahora Luciana terminaba su segundo, iba a la mitad con la sopa y, ¡sorpresa!, su plato de tallarín mostraba señales de estar incompleto, como yo no lo dejé, algo había comido, más que un tenedor.

Comió más que conmigo. No entiendo porque Luciana insiste en que le den “a la fuerza” el almuerzo y no suavecito como intento yo. Lo peor sería que se acostumbre a esos modos draconianos. Vamos a confiar que no. Renuncié a mi decisión de irme solo y ella se alegró, aunque creo que lo estaba desde antes, como que sabía que igual subiría al carro, así no comiera nada; lo que me asustó, porque significaría que sabe ya que sus cuidadores no cumplen con la palabra empeñada y nos puede pasar por encima cuando quiera: con el solo berrinche, el solo querer. Así que, lejos de hacerme el muy “chico con palabra”, insuflar el pecho frío, y cerrar la puerta sin que me importe dejar a mi hermana triste, la llevé conmigo.

–Mi mamá me ha dicho que yo vaya atrás.

–No. Tú vas adelante porque necesito verte.

– ¿Por qué?

–Si estas atrás y tal vez freno muy duro te puedes ir para adelante  –como alguna vez pasó cerca al Parque de las Leyendas –.

El auto comienza a andar. Sobre la marcha reparé en que a Luciana le falta el cinturón. No le gusta ponérselo porque le tapa la cara. Esta vez sí accedió y ahí estaba yo, a 20 km/h, sin las manos en el volante porque estas estaban abrochando la correa protectora.

Nuestro paseo se vio trocado por una llamada que no era tan inesperada: Romina, la acampadora, se había olvidado algunos utensilios necesarios para pasar esa noche fuera de casa. Naturalmente quería que yo se los lleve adonde estaba. Felizmente seguía en la Católica, de donde iba partir hacia su campamento, así que estaba cerca de la casa. Luciana, a sus cuatro años, ya conoce la universidad en la que sus hermanos queremos que estudie. La ha visitado contadas veces. Por alguna razón, mis amigos le resultan más molestosos que los de Romina.

– ¡Asu! ¡ya terminaron el edificio grandote! – exclamó cuando observó el Mc Gregor, el edificio más alto del Campus –.

–Sí, ya está casi terminado.

– ¿Y se puede subir?

–Claro, con ascensor todavía, luego vamos ¿ya? –arreglado–.

Nos adentramos hasta la casi desaparecida facultad de Administración y Contabilidad, lugar donde Ro comparte una oficina con sus amigos de Aiesec. La encontramos con tres amigas más. Ellas se distraían con algún videojuego de Internet que no alcancé a ver bien, apostaría que fue Gunbound, pero tenían el monitor doblado convenientemente para su lado (como cualquier oficinista del Perú que tiene el hi5 abierto mientras trabaja, lo que está bien).

Seguimos descubriendo esos parajes universitarios, la huaca desolada, los pastizales llenos de parejas, los venados corneándose entre ellos, las palmeras movidas por el oleaje del viento, y llegamos al estacionamiento de Letras que, al estar vacio, ensayé una vuelta de 180° con velocidad temeraria y sujetando el manubrio con el brazo que menos domino. A Luciana le gustó esa maniobra, le prometí que a la salida la repetiríamos.

Bajamos del carro, me puse la capucha para no ser reconocido por alguien que me arruine la tarde con Lu. Así, tomamos la ruta Letras-Humanidades-Tontódromo-Librería-Banco Continental para hallarnos de pronto, como David frente a Goliat, al pie del Mc Gregor. Usamos el caminito de piedras para no pisar el pasto, Ella me preguntó ¿por qué no se pisa el pasto? A lo que respondí con un rollo ambientalista, y por eso mismo poco convincente. Llamé al ascensor al que Luciana le guarda miedo claustrofóbico (yo le echo la culpa a esos ascensores mal-acabados y tembleques que el Estado compra para sus nosocomios) que contrarresto con el rollo frívolo de no, mira está nuevecito, no se siente el movimiento, tiene espejo y, mira, tiene números del uno al cinco, y aceptó subir.

El Complejo Mc Gregor está compuesto de una torre de doce pisos y dos edificios de cinco unidos por puentes colgantes. En uno de ellos nos situamos, sin miedo a las alturas, a mirar un rato el paisaje limeño. Para probarle que esos puentes están bien colgados me puse a saltar como un conejo rabioso y Lu me acompañó pero ya Ella saltaba, más bien, como un conejito rosado, no por nada a veces la llamo “Pom-Pom”. Dejamos de brincar cuando se puso a temblar el condenado puentecillo.

De la situación que siempre ocurre con Lu, vayamos donde vayamos, y de la que no me libro nunca es la pedida de pis. Por lo general rogamos, con carita triste de emoticón, a alguna señora –de preferencia con hijos– que me haga el favor de llevar a mi hermanica a los servicios higiénicos, pero en ese quinto piso, casi desolado porque solo habían dos vigilantes, yo era el único que la podía auxiliar. Le dije que entrara Ella sola al tocador de mujercitas. Abrió la puerta y estaba todo apagado y le dio miedo pero por algún misterio ontológico el fluido eléctrico hizo la luz en ese tocador pro-ambientalista, es decir, que gasta la luz eléctrica que necesita y ni un rescoldo más. Uno se dice a sí mismo ¡caramba!, qué gusto que este monstruo al menos sea un monstruo ecológico, como muchos alumnos reclamaron públicamente.

Yo había soñado con repetir la propaganda de Elite en el que el padre espera a su pequeña hija que juega muy sabida con el papel higiénico doblándolo, soplándolo, desgajándolo, pero eso del tocador pro-ambientalista de mujercitas le provocó pavor a Lu (habrá pensado tal vez que el monstruo apagaría la luz para joderla) así que fue al retrete pro-ambientalista de hombres acompañada por mí. Hizo lo que le provocó en su cabina, se limpió sola y se lavó las manos empinándose porque no llegaba bien al “caño del jabón” y menos al caño del agua. Eso último me lo hizo notar ella, en sus palabras: ja, yo pensé que eran dos caños.

Escapamos del monstruo Mc Gregor sin novedad. Una vez abajo, una sustancia líquida me paralizó el ojo derecho, pensé que algún trabajador había dejado resbalar una gota del pincel con que, muchos pisos más arriba, le daba los últimos retoques de pintura al Mc Gregor pero no fue así. Miré el suelo y este se iba llenando de gotas. Una llovizna más había comenzado en Lima.

–Será mejor que te pongas la capucha como yo –le aconsejé–.

–Felizmente, tenemos el carro para que no… para que no nos moje ¿no? –me dijo mientras se acomodaba la capucha–.

–Sí pues, imagínate que caminemos hasta el paradero.

–Sí muuucho nos mojamos.

–Pero, igual, hay que disfrutar un rato de la lluvia. Mira pon tus manos así –abrí las palmas– ¿sientes?

– ¡Ay! Me cayó una lluvia. No, ahora dos lluvias, ¡tres!

–A mí también me caen lluvias –y nos reímos, Ella no sospechaba porqué, solo era feliz y eso vale–.

Nos detuvimos en una feria de autos nuevos que se presentaba en el Coliseo Polideportivo. Husmeamos un rato y le dije, en broma, pero engañándola finalmente, si tuviera diez soles nos llevaríamos un carro; para la próxima será porque no tengo ahora.

Sentimos un olor fétido, penetrante que venía de los ríos (léase acequias) que riegan los rosales y la mayoría de pastos en ese Campus. Naturalmente, le enseñé esos conductos de desagüe y entendió el motivo del hedor.

Trepamos al auto. Como prometí, repetimos la vuelta temeraria pero esta vez fue de 360° para salir con toda la velocidad posible hacia la avenida Juan Luis Cipriani.

Ahora íbamos hacia el Británico a recoger mi carnet de biblioteca –porque en esa biblioteca sí prestan cuentos infantiles sospecho que en inglés anglosajón–, eran las cuatro y tal vez ya estaba cerrado (recuerden que era sábado). Cuando le hablé de esa posibilidad a Lu, montó en cólera, hizo un amago de llanto, al que debí prestar poca atención porque así me lo exigía nuestro auto que rodaba a 65 km/h sobre la avenida con nombre del nemésico cardenal. Igual, intenté transmitirle a Luciana que la noticia no era tan mala con el argumento de “para la próxima será, no hay problema”.

Al final, sí estaba cerrado, es más, se veía que adentro estaba todo en tinieblas. Sin más que hacer enrumbamos al hogar. Entré por una calle de doble sentido (subida y bajada). A la distancia, observé que dos carros venían contra mí, estaban sumergidos en una carrera y parecía que nos arrollarían sin piedad. El Yaris, que estaba en mi línea, me hizo “ojitos” (entiéndase: prendía y apagaba sus faros en señal de “muévete”). Luciana no entendió lo que pasaba, como estaba con el cinturón podía ver poco de la calle pero me preguntó ¿qué pasa? cuando detuve el auto para esperar que el Yaris se mueva al otro carril y no nos impacte. Eso fue lo que no hizo. También detuvo el carro como yo, frente a mí. Éramos nosotros versus el Yaris, esa máquina, y en mis manos tenía el timón hidráulico, como antes había cogido el tenedor con tallarines verdes.

Era una artera señal de amenaza, un aviso de duelo en el que no podía ceder porque yo tenía la razón y el señor encamisado del Yaris, plantado como estaba, parecía el campeón de los obstinados. Nos hicimos señales con la mano, claro que no entendía las que él me lanzaba, porque ese lenguaje de sordomudos me será esquivo por lo que me queda de vida. Y en caso me vuelva sordomudo me niego a aprenderlo, porque me comunicaré escribiendo.

Una voz interna me susurraba peligrosamente apaga el carro y jode al tío encamisado. Luego proseguía, este es tu carril, el tío está parado sobre la ilegalidad vehicular y tú no. Sin embargo, miré a Luciana, me vi en sus ojos como verme en un espejo y otra voz interna, ahora parecida a la de Lu, sopló a mis oídos ¿vas a pelearte? ¿Amargarte el día? Vas a ser un terrorista de ti mismo si obedeces lo que tu voluntad orgullosa te está mandando. Era verdad, no pienso regalarle más de mi tiempo al tío encamisado. Puse retro y avancé por su estribor, ni siquiera lo miré para decirle buena suerte y hasta luego, ya ni eso merecía el encamisado que llevado por su orgullo automovilístico no me dejó pasar. Que se quede sólo con su orgullo tonto.

Cuadras más adelante, me di cuenta que en esa calle de dos carriles, que yo creía de doble sentido, estaban pintadas dos flechas grandes y bien blancas que me gritaban que el que estaba equivocado era yo, que iba contra el tráfico en esa calle de un solo sentido. El encamisado del Yaris tenía la razón y yo, cuando manejo, soy muy distraído aun. Luciana, instalada en su asiento y jugando con la guantera no prestó más atención a mis burradas. Ella dejaba que la lleve, de tumbo en tumbo, equivocación tras equivocación, por todo Lima. Esa confianza es ya una forma de redención.

lunes, noviembre 03, 2008

La flaca en el coche

"Cómprame mi kuuuju"
(Luciana, si la llevas a guardar el carro te obligará a pasar por la tienda y comprarle su kuju (1) )

Jueves siete de agosto. Se vencía la boleta de la universidad, llovió e hizo frío, es cumpleaños de mi tío el aliancista y a la vez el aniversario número “2008-1924” del club de fúlbol Universitario de Deportes (equipo del que intento que Luciana se haga hincha, en otras palabras, quiero hacerle daño).

Estaba decidido que esa noche yo manejaría. El carro tenía unas abolladuras por un choque que tuvo mi viejo (no yo ah). Luciana era la copilota, no me dijo nada de que yo no conduzca; al parecer, se olvidó de sus miedos, como olvidan las cosas los niños a esa edad. Teníamos que guardar el auto porque si se queda en la cuadra pueden robárselo los ladrones (Luciana les dice “choros”). Aunque hay que admitir que el Plan Telaraña y los nuevos patrulleros chinos han brindado más seguridad, a veces mucha.

Empezamos a parlotear sobre lo que había hecho ese día. Antes le conté la manía auto-movilística de encender la radio cuando manejo el coche.
-Es importante la música cuando manejas, yo elijo una lenta para ir relajado – no la pienso tanto, o es Oxígeno o es La Ñ; nica pongo Ritmo Romántica para escuchar Myriam Hernández o Montaner –.

-Ah yaaa – me dice como pidiendo que me calle –.

Le pregunto por la fiesta del tío aliancista. Sus respuestas son algo desviadas.

-¿Qué tal les fue en el cumple de tío Oscar?
-Bien.
-¿Jugaste con Oscar Eduardo? – quien es el hijo del tío aliancista –.
-Sí, pero peleamos.
-Bueno, ese niño siempre está molesto. ¿Y de qué fue la torta?
-Ahh – no me responde la pregunta –… pero estuvo rica.
-¿Y de qué fue?
-No séeé – honestidad, divino tesoro –.

El estacionamiento está a la vuelta de la casa por la calle Aracataca. Llegamos rápidamente ahí y llevé el carro al lugar que me dijo el señor guachimán. Como soy un novato conductor es natural que todo lo quiero hacer perfectito así que cuadré el carro muy pegado al Volkswagen de atrás. (Ya con el pasar de los años iré ganando la brusquedad limeña para conducir y perdiendo el afán perfectuoso que por ahora domino).

-Pucha, creo que el carro de adelante no va poder salir.
-¿Por qué? – pregunta Lu –.
-Porque estamos muy pegados – seguí mucho los consejos razonables de mi padre –.
-Ya nunca va salir –sentencia Lu–.

En la radio pasaban “La Flaca” de Jarabe de Palo que adquiría, en ese contexto, un aire acústico que me hizo querer escucharla hasta el final, como nunca antes. Permanecimos en los asientos mientras el barbudo intérprete recitaba “por un beso de la flaca yo daría lo que fuera… aunque solo uno fuera” y me hizo recordar que últimamente cuando yo le pido besitos a Luciana, Ella ha aprendido a negármelos con elegante indiferencia cuando no se le antoja. Pero no hay que molestarse, ahora me acompaña; los dos, poseídos y aun con el cinturón de seguridad, cimbreamos como podemos las caderas y los brazos al ritmo de la canción como se lo hemos visto hacer a Shakira La Guapa.

-Ese carro no va salir nunca más – y nos fuimos a dormir –.
(1) : La temporada en que Kung Fu Panda estuvo de moda, el Frugos venía forrado con una imagen de los personajes de tal película. Luciana cambió la manera de pedir Frugos por "cómprame mi kuju!"
Canción: Aquí les dejo a Jarabe de Palo interpretando "La Flaca" junto al torero Joaquín Sabina.


 
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