lunes, noviembre 10, 2008

El orgullo de ser


“Sabes reiner, este platano es de manzana y a mí no me gusta”

(Luciana, 4 años, me descuadró)


Esto ocurrió el último sábado siete de noviembre. Esta entrada la escribo a mano porque Romina se ha llevado el ordenador a un campamento. Si no escribo rápido lo que pasó hoy me voy a olvidar todo lo sustancial y escribiré sólo lo banal, como ha ocurrido con muchas entradas anteriores.

Todo empezó cuando Romina, desorganizada ella, alistaba sus cachivaches (entre ellos la lap top) una hora antes de su campamento aieseco. Es irresponsable de su parte que haga eso: “a último momento”. Hincha su mochila rodante con ropas dobladas de cualquier forma (lo que no me importa porque será ella quien sufra al abrirla) y se pasea por toda la casa buscando el cargador de su celular (lo que sí me importa porque lo hace furiosa y gritando). Además, busca polos y zapatos que no va encontrar en ese desorden que es su vida. Involucra a los demás en su búsqueda que saben nada de donde esconde Romina sus cosas. El asunto es que, por buscar las cosas de Roma, empieza a haber bulla y desorden en la casa, lo que me molesta sobremanera.

Romina se va. Ahora es el momento de almorzar. Lu y mi viejo están sentados discutiendo. Ella le dice, articulando con voz mandona, que mi hermano me ha dicho que vamos a pasear con el carro ¡ya! Y mi padre le responde que primero tienes que acabar todo lo que te sirve tu mamá. Dejo que hablen mientras termino de ver Forrest Gump por Fox (me conmueve siempre la escena del discurso fallido de Gump en ese lago inmenso, que parecía reservado para el abrazo que luego se regalan Jenny y Forrest). Me acerco a la mesa y le digo a Luciana: No, hay que pedirle permiso a papá para llevarnos el carro, si él dice NO ya no podremos usarlo, para que baje su tono mandón. Aquí no manda Ella, pero Ella no lo sabe. Luchi agacha la cabeza y no accede a pedirle prestado el carro a papá. No sé si conozca lo que es el orgullo (yo mismo no lo conozco bien) pero algo la conminaba a quedarse en silencio. Luego de rugir órdenes a alguien, ceder y pedir prestado algo es lo que un niño difícilmente hace. Yo fui el que pedí el carro, que me correspondía también porque yo iba manejar. Mi viejo, confiado, no me lo negó, nunca me ha negado las llaves del auto.

De todas maneras, la condición era que acabara sopa, segundo -arroz con huevo como siempre- y un poco de tallarines verdes, que no le gusta pero que, dándole poco a poco, esperamos que aprenda a comer. Primero intenté darle yo de comer a mi modo. Le dije que el avión venía de Uruguay (/Uruwey/) y Ella sonrió porque recordaba ese tan usado juego para que los nenes almuercen. Como era tallarín verde cerró la boca. Si no comes no vamos a pasear en el carro. Eso le dolió porque Ella sí quería pasear. Era yo versus Luciana y en mis manos tenía el tenedor con las únicas tiritas de tallarines que le exigía comer. Ella volteaba la cabeza, el tenedor chocaba con su mejilla izquierda y su boca seguía clausurada. Le advertí que hasta 3 la iba esperar, si no probaba ese bocado me iba ir solo. Conté 1, 2… 3. Me tragué los tallarines mientras me miraba y fui a cambiarme con la firme decisión de no llevar a Luciana a ninguna parte. Mi método había fracasado.

Desde mi dormitorio escuchaba como mi madre alzaba la voz para que comiera. Me puse el polo que me trajo Romina (por el que me acusan de “alienado”) que dice “Hollywood USA” bien grandote, era lo único disponible, encima me colgué la polera. Pasé por el comedor y ahora Luciana terminaba su segundo, iba a la mitad con la sopa y, ¡sorpresa!, su plato de tallarín mostraba señales de estar incompleto, como yo no lo dejé, algo había comido, más que un tenedor.

Comió más que conmigo. No entiendo porque Luciana insiste en que le den “a la fuerza” el almuerzo y no suavecito como intento yo. Lo peor sería que se acostumbre a esos modos draconianos. Vamos a confiar que no. Renuncié a mi decisión de irme solo y ella se alegró, aunque creo que lo estaba desde antes, como que sabía que igual subiría al carro, así no comiera nada; lo que me asustó, porque significaría que sabe ya que sus cuidadores no cumplen con la palabra empeñada y nos puede pasar por encima cuando quiera: con el solo berrinche, el solo querer. Así que, lejos de hacerme el muy “chico con palabra”, insuflar el pecho frío, y cerrar la puerta sin que me importe dejar a mi hermana triste, la llevé conmigo.

–Mi mamá me ha dicho que yo vaya atrás.

–No. Tú vas adelante porque necesito verte.

– ¿Por qué?

–Si estas atrás y tal vez freno muy duro te puedes ir para adelante  –como alguna vez pasó cerca al Parque de las Leyendas –.

El auto comienza a andar. Sobre la marcha reparé en que a Luciana le falta el cinturón. No le gusta ponérselo porque le tapa la cara. Esta vez sí accedió y ahí estaba yo, a 20 km/h, sin las manos en el volante porque estas estaban abrochando la correa protectora.

Nuestro paseo se vio trocado por una llamada que no era tan inesperada: Romina, la acampadora, se había olvidado algunos utensilios necesarios para pasar esa noche fuera de casa. Naturalmente quería que yo se los lleve adonde estaba. Felizmente seguía en la Católica, de donde iba partir hacia su campamento, así que estaba cerca de la casa. Luciana, a sus cuatro años, ya conoce la universidad en la que sus hermanos queremos que estudie. La ha visitado contadas veces. Por alguna razón, mis amigos le resultan más molestosos que los de Romina.

– ¡Asu! ¡ya terminaron el edificio grandote! – exclamó cuando observó el Mc Gregor, el edificio más alto del Campus –.

–Sí, ya está casi terminado.

– ¿Y se puede subir?

–Claro, con ascensor todavía, luego vamos ¿ya? –arreglado–.

Nos adentramos hasta la casi desaparecida facultad de Administración y Contabilidad, lugar donde Ro comparte una oficina con sus amigos de Aiesec. La encontramos con tres amigas más. Ellas se distraían con algún videojuego de Internet que no alcancé a ver bien, apostaría que fue Gunbound, pero tenían el monitor doblado convenientemente para su lado (como cualquier oficinista del Perú que tiene el hi5 abierto mientras trabaja, lo que está bien).

Seguimos descubriendo esos parajes universitarios, la huaca desolada, los pastizales llenos de parejas, los venados corneándose entre ellos, las palmeras movidas por el oleaje del viento, y llegamos al estacionamiento de Letras que, al estar vacio, ensayé una vuelta de 180° con velocidad temeraria y sujetando el manubrio con el brazo que menos domino. A Luciana le gustó esa maniobra, le prometí que a la salida la repetiríamos.

Bajamos del carro, me puse la capucha para no ser reconocido por alguien que me arruine la tarde con Lu. Así, tomamos la ruta Letras-Humanidades-Tontódromo-Librería-Banco Continental para hallarnos de pronto, como David frente a Goliat, al pie del Mc Gregor. Usamos el caminito de piedras para no pisar el pasto, Ella me preguntó ¿por qué no se pisa el pasto? A lo que respondí con un rollo ambientalista, y por eso mismo poco convincente. Llamé al ascensor al que Luciana le guarda miedo claustrofóbico (yo le echo la culpa a esos ascensores mal-acabados y tembleques que el Estado compra para sus nosocomios) que contrarresto con el rollo frívolo de no, mira está nuevecito, no se siente el movimiento, tiene espejo y, mira, tiene números del uno al cinco, y aceptó subir.

El Complejo Mc Gregor está compuesto de una torre de doce pisos y dos edificios de cinco unidos por puentes colgantes. En uno de ellos nos situamos, sin miedo a las alturas, a mirar un rato el paisaje limeño. Para probarle que esos puentes están bien colgados me puse a saltar como un conejo rabioso y Lu me acompañó pero ya Ella saltaba, más bien, como un conejito rosado, no por nada a veces la llamo “Pom-Pom”. Dejamos de brincar cuando se puso a temblar el condenado puentecillo.

De la situación que siempre ocurre con Lu, vayamos donde vayamos, y de la que no me libro nunca es la pedida de pis. Por lo general rogamos, con carita triste de emoticón, a alguna señora –de preferencia con hijos– que me haga el favor de llevar a mi hermanica a los servicios higiénicos, pero en ese quinto piso, casi desolado porque solo habían dos vigilantes, yo era el único que la podía auxiliar. Le dije que entrara Ella sola al tocador de mujercitas. Abrió la puerta y estaba todo apagado y le dio miedo pero por algún misterio ontológico el fluido eléctrico hizo la luz en ese tocador pro-ambientalista, es decir, que gasta la luz eléctrica que necesita y ni un rescoldo más. Uno se dice a sí mismo ¡caramba!, qué gusto que este monstruo al menos sea un monstruo ecológico, como muchos alumnos reclamaron públicamente.

Yo había soñado con repetir la propaganda de Elite en el que el padre espera a su pequeña hija que juega muy sabida con el papel higiénico doblándolo, soplándolo, desgajándolo, pero eso del tocador pro-ambientalista de mujercitas le provocó pavor a Lu (habrá pensado tal vez que el monstruo apagaría la luz para joderla) así que fue al retrete pro-ambientalista de hombres acompañada por mí. Hizo lo que le provocó en su cabina, se limpió sola y se lavó las manos empinándose porque no llegaba bien al “caño del jabón” y menos al caño del agua. Eso último me lo hizo notar ella, en sus palabras: ja, yo pensé que eran dos caños.

Escapamos del monstruo Mc Gregor sin novedad. Una vez abajo, una sustancia líquida me paralizó el ojo derecho, pensé que algún trabajador había dejado resbalar una gota del pincel con que, muchos pisos más arriba, le daba los últimos retoques de pintura al Mc Gregor pero no fue así. Miré el suelo y este se iba llenando de gotas. Una llovizna más había comenzado en Lima.

–Será mejor que te pongas la capucha como yo –le aconsejé–.

–Felizmente, tenemos el carro para que no… para que no nos moje ¿no? –me dijo mientras se acomodaba la capucha–.

–Sí pues, imagínate que caminemos hasta el paradero.

–Sí muuucho nos mojamos.

–Pero, igual, hay que disfrutar un rato de la lluvia. Mira pon tus manos así –abrí las palmas– ¿sientes?

– ¡Ay! Me cayó una lluvia. No, ahora dos lluvias, ¡tres!

–A mí también me caen lluvias –y nos reímos, Ella no sospechaba porqué, solo era feliz y eso vale–.

Nos detuvimos en una feria de autos nuevos que se presentaba en el Coliseo Polideportivo. Husmeamos un rato y le dije, en broma, pero engañándola finalmente, si tuviera diez soles nos llevaríamos un carro; para la próxima será porque no tengo ahora.

Sentimos un olor fétido, penetrante que venía de los ríos (léase acequias) que riegan los rosales y la mayoría de pastos en ese Campus. Naturalmente, le enseñé esos conductos de desagüe y entendió el motivo del hedor.

Trepamos al auto. Como prometí, repetimos la vuelta temeraria pero esta vez fue de 360° para salir con toda la velocidad posible hacia la avenida Juan Luis Cipriani.

Ahora íbamos hacia el Británico a recoger mi carnet de biblioteca –porque en esa biblioteca sí prestan cuentos infantiles sospecho que en inglés anglosajón–, eran las cuatro y tal vez ya estaba cerrado (recuerden que era sábado). Cuando le hablé de esa posibilidad a Lu, montó en cólera, hizo un amago de llanto, al que debí prestar poca atención porque así me lo exigía nuestro auto que rodaba a 65 km/h sobre la avenida con nombre del nemésico cardenal. Igual, intenté transmitirle a Luciana que la noticia no era tan mala con el argumento de “para la próxima será, no hay problema”.

Al final, sí estaba cerrado, es más, se veía que adentro estaba todo en tinieblas. Sin más que hacer enrumbamos al hogar. Entré por una calle de doble sentido (subida y bajada). A la distancia, observé que dos carros venían contra mí, estaban sumergidos en una carrera y parecía que nos arrollarían sin piedad. El Yaris, que estaba en mi línea, me hizo “ojitos” (entiéndase: prendía y apagaba sus faros en señal de “muévete”). Luciana no entendió lo que pasaba, como estaba con el cinturón podía ver poco de la calle pero me preguntó ¿qué pasa? cuando detuve el auto para esperar que el Yaris se mueva al otro carril y no nos impacte. Eso fue lo que no hizo. También detuvo el carro como yo, frente a mí. Éramos nosotros versus el Yaris, esa máquina, y en mis manos tenía el timón hidráulico, como antes había cogido el tenedor con tallarines verdes.

Era una artera señal de amenaza, un aviso de duelo en el que no podía ceder porque yo tenía la razón y el señor encamisado del Yaris, plantado como estaba, parecía el campeón de los obstinados. Nos hicimos señales con la mano, claro que no entendía las que él me lanzaba, porque ese lenguaje de sordomudos me será esquivo por lo que me queda de vida. Y en caso me vuelva sordomudo me niego a aprenderlo, porque me comunicaré escribiendo.

Una voz interna me susurraba peligrosamente apaga el carro y jode al tío encamisado. Luego proseguía, este es tu carril, el tío está parado sobre la ilegalidad vehicular y tú no. Sin embargo, miré a Luciana, me vi en sus ojos como verme en un espejo y otra voz interna, ahora parecida a la de Lu, sopló a mis oídos ¿vas a pelearte? ¿Amargarte el día? Vas a ser un terrorista de ti mismo si obedeces lo que tu voluntad orgullosa te está mandando. Era verdad, no pienso regalarle más de mi tiempo al tío encamisado. Puse retro y avancé por su estribor, ni siquiera lo miré para decirle buena suerte y hasta luego, ya ni eso merecía el encamisado que llevado por su orgullo automovilístico no me dejó pasar. Que se quede sólo con su orgullo tonto.

Cuadras más adelante, me di cuenta que en esa calle de dos carriles, que yo creía de doble sentido, estaban pintadas dos flechas grandes y bien blancas que me gritaban que el que estaba equivocado era yo, que iba contra el tráfico en esa calle de un solo sentido. El encamisado del Yaris tenía la razón y yo, cuando manejo, soy muy distraído aun. Luciana, instalada en su asiento y jugando con la guantera no prestó más atención a mis burradas. Ella dejaba que la lleve, de tumbo en tumbo, equivocación tras equivocación, por todo Lima. Esa confianza es ya una forma de redención.

3 comentarios:

  1. Jaja...solo a ti se te puede ocurrir un avión que viene de "Uruwey"...aunque ese no sea mi país de orígen (sino el de la bota mediterránea), agradezco la mención. El Ministerio de Turismo del país "del río de los pájaros pintados" (su significado en guaraní) seguramente se verá beneficiado por difusones como las tuyas...y más si esos aviones contribuyen a la correcta alimentación infantil jeje. Abrazo

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  2. hola sé-pulcro, este bloj practica el cosmopolitismo y las buenas relaciones internacionales, todos los paises son bienvenidos y mas a la hora del almuerzo. Interesante el dato de los pajaros pintados. Dificilmente el Ministerio de Turismo y Deporte del Uruguay -he investigado y asi se llama- obtenga mas regalías de las que yo le brinde cuando algun día viaje para allá. Un abrazo, Tano.

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  3. Estimado, te paso el link de un "bloj" que quizás te guste (tranki que no es el mío jeje):
    http://miscajonesdeadentro.blogspot.com

    Además es compatriota tuyo (arriba Perú carajo, país de talentos).

    Ahh, y cuando te vengas para estos lares tráete unos cevichitos y unas papitas a la huancaínas que las extraño a morir...jeje. Los uruguayos más que asado de vaca (y mucho viento) no tienen...jeje. Abrazo. Tano

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"vete de aqui, vete de aqui" (Lu dixit)

 
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