lunes, enero 26, 2009

Las banderas: N.N III


¿Para qué sirven las banderas?
(Desconocido gérmen de, tal vez, tres años frente a las innumerables banderas peruanas que adornan el Óvalo del Parque Kennedy por el mes de julio)



Desde que pisé suelo estadounidense, algunas juguetonas células mías cambiaron de nacionalidad: luego, estas primeras infectaron a las demás a través de un libre comercio de dolarizados linfocitos y, sin darme cuenta, mis órganos internos y externos se han vuelto una maqueta malhecha de venas , huesos, piel y músculos entreverados en los que se han sembrado varias tropas y milicias, cual constelación de estrellas (pintadas algunas del color de la bandera de este extraño país del norte), que han hecho de mis poros sus trincheras. Dentro de mí, se levanta un puente colgante con dos ejércitos esparcidos en sus extremos: los Incas del Tahuantinsuyo y los Apaches del Gran Chaparral se preparan para el enfrentamiento. Debajo hay un río enfurecido que ni el bíblico Moisés podría separar.

Debes pensar en tu Perú, en tu ceviche, en tu mazamorra morada, en tu pisco sauer, en tu suspirito limeño, en tu Machu Picchu erigido maravilla luego de un concursete pichiruchi. No, take it easy, contamínate con confianza no más, más valen los dolares que estás ganando a cada hora. Recoje para ti las costumbres que has encontrado en este hemisferio: confía en Dios (como está escrito en los billetes), léete enterito el discurso de inauguración de Barack Obama y emociónate, siéntete un nortearmericano más, adopta ese yeah que suena tan cool, gasta el agua como un demente, no intentes apagar el aire acondicionado, engorda más esos cachetes, que no hay pecado en nada de eso. Acuérdate del niño del McDonalds que, un día risueño, les preguntó, a tí y a Luciana, si las banderas acaso importaban.

Esa mañana (de aquél día risueño) Luciana estaba aburrida. Los anteriores días de la semana noté que su rutina de la televisión prendida no se había movido (porque si las rutinas se mueven estamos jodidos) así que en un arranque de ternura incólume le anuncié, pomposo, que nos íbamos a Miraflores a jugar.

Listitos los dos, caminábamos sin premura: era un día de vacaciones, cercano al 28 de julio en que se independizó el Perú de la Monarquía ibérica. No me provocaba algún evento en el tradicional Centro de Lima, así que nos dirigimos sin dudar al Kennedy, un parque ubicado en el distrito marítimo de Miraflores.

En el parque que le da nombre a la calle donde vivo (Orquídeas) existe un pequeño monte de tierra y pasto. Luciana, que muchas veces había subido a jugar en el, me contó que "cuando subes ya no hay pasto". No me había terminado de preocupar por la profundidad de esa frase cuando nos topamos con los huecos en las calles que por esos meses el burgomaestre limeño Lucas Tañeda no se preocupó en reparar rápido: en qué cuernos pensó cuando empezó a agujerear miles de calles a la vez. Luciana no compartía eso conmigo, tenía su posición política ya formada en su cabecita, como una gelatina de fresa, y me la dijo saltando: "me gus tan es tos hue cos".

Subimos a la línea 10E que nos dejaría en nuestro destino. Apenas nos sentamos en el lugar más incómodo, donde va la doble llanta trasera y hay que encojer las piernas, escuchamos que el cobrador movía las monedas que tenía en la mano, en señal de “pague-su-pasaje-amigo”. Por el sonido, parecía que tenía un diminuto grillo cantor escondido y nos lo iba a mostrar.

Cuadras más adelante, el microbús pasó encima de un hueco gigante que nos movió fuerte. Ya vez, muchos huecos hay en Lima, le dije a Lu. Ella, precisando su antes mencionada posición, respondió no me gustan los huecos en la pista, sólo en las veredas. Nada esta dicho, ya ven, paso a pasito nos vamos entendiendo.

En Lima, muchas personas tienen la necesidad de subir a los micros para vender chucherías y sobrevivir con el dinero que ganen. Nuestro carro no era la excepción: vimos desfilar a varias personas de argumentos que tocaban nuestros corazones compasivos. Luciana queda fascinada si sube un niño casi de su edad y les habla a los pasajeros, cara a cara, con la soltura que la necesidad le ha enseñado, pero ellos no subieron esta vez. En cambio, subió un señor que nos contó que había salido esa misma mañana de la cárcel, que sin perder tiempo había comprado una bolsa de Caramelos Monterrico y ahora nos lo iba vender: todo un ejemplo de recién liberado. Otro vendedor ambulante, más lunático aun, se atrevió a vender cremalleras para las casacas. No sé quién pueda comprarle esas cosas. En otras oportunidades yo he llegado a escuchar testimonios de personas con Sida o cáncer. Fuertísimo. Hay otros que, muy graciosos, nos cuentan que su abuelita está embarazada y necesitan el dinero. A estos últimos, muy tonto yo, les doy dinero.

Bajamos en la avenida Shell, de donde quedan cerca los juegos del Parque Kennedy. Era la primera vez que Luciana los veía (están escondidos) y no sabía por donde empezar: lo único que sabía era que me debía abandonar ahí mismo y correr en cualquier dirección. Yo busqué un lugar estratégico que me permitiera una visión clara de todas las instalaciones para no perder de vista ni un segundo a Luciana. En el lado trasero, junto a las hojas, fue que lo encontré. No sabría describir todo lo que se divirtió mi hermana; subiendo y bajando innumerables veces por el mismo tobogán naranja de tres metros de longitud: fue por ese tobogán que me asusté cuando Luchi no reaparecía, es decir, yo la ví entrar pero pasó un minuto y no salía. No salía. Sabía que estaba dentro pero demoró tanto en salir que llegué a dudar si en verdad la había visto entrar, o tal vez, en un momento de ficción, el tobogán la había transportado a otros parajes, lejos de mí. Por fortuna, antes de ir a buscarla, la vi salir caminando: Ella no se resbala por el tobogán, baja caminando. Tan única y deliciosa.

Podrán creer que soy un niño viejo, pero si veo esos juegos me dan ganas de subir y jugar como uno más. No con esos niños que se atropellan, sino sólo con Luciana o, en su defecto, con los amigos de mi edad. Por eso no quiero desaprovechar la oportunidad y visitar Orlando en marzo: revolotear en Disney.

Estaba solo y la única forma de divertirme era observando lo que hacían los otros niños, los cargosos. Mi pupila izquierda era para Lú y el iris derecho seguía a los chibolitos que llamasen mi atención para registrarlo en la abandonada sección de este bloJ (N.N) que viene a continuación...

Niños Notables,

I. La niña que espera a su papá para subir las escaleras (su viejo se parece al galán de
Alma Rebelde, noventero culebrón mejicano).
II. Tres niños hermanos sobre la rueda que no les importa hacerse daño con tal de conseguir mayor velocidad (conmovedor).
III. Niños que son ayudados por sus papis a subir, y que estos son a su vez ayudados por un blackberry a cerrar alguna vital transacción para su empresa floreciente. Transferencia de dinero importante para su empresa, su vida y la de su familia que ya no gozan bien.
IV. Niños capturados, subiendo intrépidamente las resbaladeras, por las cámaras digitales de sus mamis. Eso hacía el tránsito de niños en espera menos fluido.


En esas estaba cuando, ¡bú!, apareció Luciana. Le pregunté si quería que le diera vueltas agarrados de las manos. Hay mucho espacio, traté de convencerla. Pero el espacio es para correr, me dijo y se esfumó.

N.N.,

V. Niño pachoncito que, luego de bajar por la mortal resbaladera amarilla, cayó sentado y sonó duro: me miró y nos reímos, tenía pañal amortiguador supongo. Me parecía raro que siendo tan chiquito no hubiera quien lo cuide. Luego de un rato, vino un señor ya abuelo, le agarró la mano con fuerza, técnicamente lo jaloneó. El niño volvió a mirarme, esta vez con cara de “ya fui ya”. Yo le devolví la mirada de “q.e.p.d., varón”.
VI. La niña que no era peruana, me animaría a decir que nació en Rumania. Venía con sus dos papis, muy turistas ellos. Hubiera querido que Luciana le dijera hola para ver que mote le respondía la rumanita –y qué expresión Luciana pondría, o que forma de comunicación habrían podido encontrar–. La rumanita, muy valiente y caucásica, fue capaz de patear a su mami (e insultarla, por la expresión del rostro) porque no quería dejar los juegos como ésta le pedía en un inglés muy rumano. La rumanita debe estar harta, malhumorada y pensar ¡carajo! No quiero pasear por todo el mundo, ¡quiero jugar!
VII. Un abuelo, con su niña de ojos estirados, sentados bajo los juegos, en busca de sombra y calma.
VIII. La mamá que gritó !Sergio, no lo jodas! cuando su hijo Sergio se acerco y me pidió galletas que yo, ahora arrepentido, no le convide.
IX. Luciana y su frase yo quiero hacer lo que hacen los niños.
X. Las vendedoras, que no vienen a mí para venderme sus libros educativos.


La pasé sentado en ese pasto artificial todo el tiempo que Luchi jugaba. Ella volvió a acercarse y me dijo hay muchos papás parados cuidando a sus hijos (¿Habrá querido decirme que yo la descuido por quedarme postrado ahí abajo?).

Muy malo yo, decidí que era hora de volver a casa. Muy bueno yo, le advertí que tenía cinco minutos más para jugar y que los aprovechara. Pasaron diez y seguía esperando. Me levanté y la busqué para recordarle que ya nos ibamos. Te espero al costado del tacho de basura, dije señalando el que estaba en la entrada. Ya, cuenta hasta cien y voy, me respondió casi sin tiempo porque le ganaban el tobogán. Todo obediente, empecé a contar hasta cien pero tomé conciencia de eso cuando iba en el numero 20. Qué carajos hago, pensé y me golpeé la cabeza con la palma de la mano.

Al salir de aquellos juegos, ya dispuestos a tomar el carro de regreso, Ella descubrió el McDonalds y me rogó que fuéramos. Me negué, sabiendo que, antes de contar hasta cien, le diría que ya, que vamos al McDonalds. Ella no come ningún tipo de carne así que sólo quería subirse a los juegos. Como había un hombre de seguridad en la escalera, no podíamos subir si no consumíamos algo, así que pagué una hamburguesa barata. Estábamos conversando, yo deglutía la hamburguesa y Ella hacía lo propio con las papitas y gaseosa mientras sonaba una melodiosa canción: Ninguna, de un ex-Bacilos.

Pidió pis y yo le pedí a una trabajadora del McD que la acompañase. Luego de eso pasamos a los juegos donde encontramos al niño de, tal vez, tres años que miraba por los ventanales de ese segundo piso cómo es que se batían esas banderas rojiblancas. Los dos estuvieron jugando y yo, otra vez, viejito, esperándola sentado en una banca.

El asunto es que, así como cuando Luciana nació y me movió un poco la cosa, venir a Estados Unidos, nada menos que para iniciar mi vida laboral (y ojalá no reactivarla más) y conocer algunos pocos lugares con historia, seguro que tendrá radiactivos resultados aun desconocidos por mí, vamos a ver cómo se chamuscan mis tejidos celulares en eminente simbiosis. Ahora soy una parte, aunque nimia, de los Estados Unidos, como pudo ser de cualquier país. A la vez, a Estados Unidos lo llevaré dentro de mí. Y no necesito documentos para eso. Conozco algunos ilegales y no me gusta ver como la cosa se les pone dificil por unos papeles. Adónde se fue la libertad. Qué es eso de separar y amurallar porciones de la Tierra para unos cuantos.

Los ejércitos de mis antiguos glóbulos incaicos y los nuevos, los apaches (o marines del ayer), se pueden ir a pelear al río, yo corto el puente colgante. Mejor aún, que se revuelquen y mezclen en aquel río enfurecido que ni el bíblico Moisés podrá separar. Aúnanse, a ver qué sale, yo no salvaré a ninguno.

Si alguna vez, Lucianita, llegas a leer esto, has de saber que los pasaportes son una cojudez, y las banderas, una mera sábana pintarrajeada y nada más. No tienes que defenderla si no quieres, no tienes que comprarte pleitos pasados si eso te da flojera. Tampoco tienes que seguir a ningún loco que en nombre de esa bandera quiera conseguir secretos beneficios que no va saber esconder. Y que lo que importa son las personas y no los países o colectividades fanáticas. Importa lo que venga de ti y lo que viene de ti es toda una mescolanza tormentosa, en conflicto contigo misma muchas veces, que la vida te va hacer aceptar. Eso no te lo voy a poder enseñar yo, cada quien lo tiene que descubrir.

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[La vuelta de Jorge Drexler. Por escribir este post, encontré este video de su canción “Frontera” que antes había escuchado. Yo no sé de donde soy / mi casa está en la frontera, dice primero divertidaso él ... y si hay amor, me dijeron (bis) / toda distancia se salva, sigue luego todavía más bacán]







[Niños Notables -NN- es una olvidada sección del bloJ en la que busco retratar el comportamiento de los niños que pasan, cual huracán, alrededor de Lu]

lunes, enero 19, 2009

El despegue



Yo puedo estar triste / sin dejar de bailar. Acepto la tristeza pero no concibo la derrota, no por ahora. No como la sentí cuando me perdí en Nueva York, esa ciudad que me queda grande. Un error al tomar los trenes subterráneos casi me cuesta la vida. Así me sentía los primeros días: en un subway ruidoso, debajo del piso, enterrado, equivocado, falto de dirección, enfermo, algunas veces me vuelvo a sentir así; al menos, en las mañanas, todavía despierto con la certeza efímera de que estoy en mi cama azul de Lima. Pero todas esas mismas mañanas vuelvo a aterrizar en los Estados Unidos mientras preparo mi desayuno pobre en proteínas y me calzo el traje rojinegro del McDonalds, en ese estricto orden.

Harían falta muchos vuelos (con sus respectivas escalas) para llegar a la derrota, ese puerto oscuro, ese lugar de paso, del que conozco su olor. Aquí no me voy a morir, hay muchas derrotas en este país para darme el disgusto de no probarlas, de mi rendición, de besar la lona, de aterrizar
(o acuatizar, ahora tan de moda) con los motores apagados. Voy a pasar por cada una de ellas, cual amaestrado pastor alemán que atraviesa aros de fuego, y me voy a quemar y me voy a sanar. Llevaré las cicatrices –así como cargo mi pasaporte-, que me permitirán seguir.

Mi despegue fue el quince de diciembre del pasado. Dejaba, no solo a Lucianita (protagonista de este espacio que le estoy birlando), sino también a mi familia. Y sí que los extraño. He recibido fotos que muestran lo bien que están (o lo bien que parecen estar para mí). Luciana ha crecido, la veo mayor en sus fotos: con sus regalos (sobre ellos), sus primas guapas, su hermana churra, su chispita mariposa, su madre inseparable, su viejo regañón y sonrientes los dos, su tío endeudado y regaloneador, su tía extracariñosa, su tío molestoso que usa tanga, sus palomas de la iglesia San Francisco (donde fueron a pedir por mí, o a quejarse por dejarlos ahí). Yo, que no me gustan las fotos, al menos cuando no he bebido, me coloco caprichosamente en esos retratos familiares. Si en alguna foto veo que sobra un espacio, ahí estoy yo, esbelto como un cachaco forzudo porque ya no hay sillas para mí.

Recuerdo que ése ultimo día en Lima fue rápido. Terminé de empacar mi ropa en la mañana (fue un momento nostálgico separar las ropas que llevaría de las que no, elegía aquellas a las que le tenía mas cariño, las que llevaban una historia, unos años acompañándome y que merecían una extensión internacional de su percudida impureza). Con mucho estilo, Luciana echábase y deslizábase sobre las maletas, sentíalas más ricas que su colchón, supongo yo. Por la tarde, con el poco dinero en moneda nacional que me quedaba, compré los utensilios de último momento, los que había olvidado, por ejemplo, un zapato negro para trabajar, que me está matando ahora que lo uso. Entrada la noche, tomé una ducha, me acicalé, me puse la ropa de viaje y salí a despedirme de la gente del querido barrio (tres hogares a los que les guardo cariño porque cobijan a mis amigos de la infancia), a paso de procesión, recojiendo los buenos deseos de las mamás de mis amigos. Una tía superrezadora me regalo una imagen del santo de los imposibles, como me explicó. Menudo santo, pensé yo.

Luciana, algo enferma, me había dicho que iba a dormir en la tarde para que esa noche, a las once, no tuviera sueño en el aeropuerto y pudiera despedirme como corresponde: con lágrimas, abrazos y "no te vayas, hermano". Le pedí que lo hiciera por favor y "qué buena idea, hermanota". Tuve que ir a la Católica para sacar unos papeles importantes que le daría a mi empleador apenas aterrizara en suelo gringo. Me acompañaron dos amigos, Juancé y Lucio, pero no pudieron entrar porque "invitados solo entran hasta las seis", me repetía el cumplidor guachiman de la entrada. Así que entré solo con el carro, que lo había sacado y conducido como un energúmeno, pues ya eran las dos mil y cien horas. Saqué los papeles, mi viejo me telefoneó enfurecido porque no ibamos a llegar temprano al aeropuerto Jorge Chavez. No le quería decir que no importaba, que tarde pero llegaba, que si el avión me dejaba, mejor. Eso lo iba enfurecer, no me iba a entender.

Volvimos a la casa con prisa, los candados de las maletas se perdieron y demoramos en buscarlos. Todavía faltaba una noticia de mi madre: "hijo, yo me despido aquí, la bebé está mal y es peligroso que salga al frío. Me quedo con Ella". Fue un baldazo con agua congelada, pero lo asimilé rápido. ¿Qué podia hacer? Luciana estaba llorando: quería ir. Yo queria que eso también pero ni modo, además una despedida es igual en la casa que en el aeropuerto, me consolaba. Ahora creo que una despedida es una cadena pesada y dorada que uno debe arrastrar hasta el final, donde ya ni la luz pueda renacer. Pero no estaba solo, la gente que me quiere desea ser esa cadena, esos grilletes que no se van a separar de mí, que te dan la libertad, que yo veo dorados, por ponerle un color decente. Mejor azul, que es mas acielado. Y yo les agradezco infinitamente.

Luciana lloraba y yo me acerqué a despedirme. Ella no quiso darme el último abrazo, enfurecida por saber que no iba con nosotros al aeropuerto, ya ni eso le importaba. No des un paso más, que yo suelto todo mi rechazo, quédate quieto y manos arriba my brother, parecía decirme con sus ojos mojados y un revólver imaginario que se le escabullía de los dedos. Cada vez que Ella llora yo me acerco infructuosamente para tratar de consolarla. Esta vez fue igual, pero era diferente, no la vería en tres meses más y era un motivo para irme con el rostro desangelado. No podría dejar el país sin antes despedirme de la Luchi.

(...)

Minutos antes de las diez subimos las maletas al auto. Claudio y Rodrigo se unieron a la cohorte encargada del homenaje final. Milagros se había disculpado ya que estaba en el trabajo. Diego no llegaba y me negué a pisar el acelerador hasta no despedirlo. Mi viejo me pedía que acelere ya, que no sea novelero, que arranque de una vez.

Cerca a la abotargada avenida J.L. Cipriani se puso a bailar mi celular, era Robertino, del estaf de
Noches Vírgenes, me anunciaba que la cola que le correspondía a mi avión estaba inmensa, que apúrate weon, que ya chau chau. Corté la llamada a tiempo, antes que unos policias que hacían una batida por ahí se les ocurriera detenerme por manejar con el celular en la oreja, hubiera sido fatal: mi primera infracción apenas a cuarentiocho horas de haber obtenido mi licencia de conducir, hubiera sido un record, una inalcanzable, y por eso idiota, marca mundial. No iba a llegar, pero no se les antojó dejarme en el Perú (en una muestra más de que la gendarmería del Callao no cumple bien su trabajo). Luciana yacía en el asiento trasero, silenciosa, todavía sin saber calcular en cuanto tiempo pasarían tres meses. Romina, mi hermana que hace dos años también dejó el Perú por ese engañoso programa Work&Travel, logró convencer a mi madre de que nada le pasaría a la salud de Lu. Con ese trascendental asunto resuelto, sólo me quedaba acelerar y la Elmer Faucett es condenadamente deliciosa para eso, aunque Romina me pedía que no lo hiciera, que a cien por hora es mucho, hermano.

Bajamos las petacas y yo tuve que entrar solo a hacer de último en una fila interminable. Por ahí divisé a un jefe de práctica con el que llevé Lengua General el último semestre (con ciertas satisfacciones Leonelíticas). Más allá, mi amiga Mary Vanessa iba pesando sus valijas. Yo jalaba una moderna maleta que me ha prestado una tía extracariñosa; y una revejida, aunque importante, maleta marrón que mi viejo trajo de Argentina, allá por los años de la
Inflación galopante. En mi hombro colgaba una mochila con el bordado de un canguro. Dentro de ella llevaba tres libros elegidos al azar de mi pequeña biblioteca (que no pienso ampliar con las cojudeces que se leen en EEUU): "Un mundo para Julius", "El tambor de hojalata" y "Seis personajes en busca de autor". No conseguí "La Invención de la Soledad", libro que me atrae por su título poderoso. Además de una "carta-para-leer-en-el-avión" que escribió, muy guapachosa, mi prima Edicarmen, para que no me aburra, que en el avión no se hace nada, como me comentó muy viajera ella. Yo no sé como me aguanté hasta el avión para leerla, quería traicionarla y revisarla antes, siquiera a contraluz, pero no rompí mi promesa, caray.

Afortunadamente, llevaba conmigo unos flamantes anteojos azules recien adquiridos, pues desaprobé el examen médico para el trámite de la licencia de conducir: sin ellos no obtenía el brevete. Odio llevarlos pero gracias a ellos divisaba, también a lo lejos, entre toda la población, a mi familia y a Luciana. Ella se apoyaba en las barandas verdes que separan a los viajeros de los llorones familiares. Sabía, con sus ojos jovenes, cuando es que la miraba y yo la buscaba mucho para conversar a larga distancia, ensayando ya las próximas llamadas telefónicas por navidad y blá blá blá. Nunca intercambié mensajes con otra persona a tanta distancia, esa noche salió facil. (Extrañe mis ojos jóvenes, ahora quemados). No bien empecé a rodar mis maletas, mi celular ya vibraba locamente otra vez. Era Claudia Lucía (
bloguera lumpenesca), una llamada desde los suburbios limeños, el insondable Chorrillos, que me emocionó, no recuerdo si le prometí regalos pero igual no se los traeré si no termina primero con su enamorado Osito Trucupey.

Mis maletas pasaron ellas solitas primero, guiadas por una máquina en forma de lengua negra. Yo coloqué unas firmas por ahí y salí por donde me indicaba el caminito de lazos azules. Al pie de las escaleras eléctricas, me topé con la familia de Mary Vanessa (chica loca que se atrevió a irse conmigo, aunque ahora esté arrepentida), tenían todos el rostro derretido por la tristeza, ella ya estaba bien sentada en el avión Delta, jugando a las llamadas y, por su Nextel endemoniado, mandando alertas. Les prometí que a su retoña no le pasaría nada, que sobre mi cadaver alguien le causaría el menor daño, quedando bien, como un mofletudo, ya que esa chica Mary sabe cuidarse sola (y hasta cuidarme a mí). Luego encontré al estaf cuasi-entero de Noches Vírgenes, faltaba
el Melón, filósofo del asfalto, besuqueador impulsivo y buen amigo. Estaban solo tres musketeers: Christian Bisso, Fabio Cecilio y el ya mencionado Robertino Celerino. Sólo les faltaba un velo morado para convertirse en tres viudas lloronas que asistían a mi funeral, mis tres viudas lloronas y cariñosas, las tres seguras de ser dueñas de mi corazón partío. Christian, que se le había "movido el sentimiento" (como quién se le descoloca el calzoncillo) me miraba de arriba a abajo, buscando mis imperfecciones, que esa noche me brotaban de manera natural, siguiendo con lo que él conto. Los del estaf conocieron a mi viejo y a Luciana que no estaba interesada en hacer migas con ellos, pues detectaba ya el olor a alcohol y anticucho podrido que emanaba de sus pieles salibosas, que es una característica constante y peculiar en todos mis amigos. Lu, muy altísima, les tiró arroz costeño.

De manera improbable, como quién saca un conejo del sombrero, Fabio Cecilio hizo aparecer en escena una caja de chocolates: le iba a agradecer mucho el gesto, cuando puse bien la mirada y resulto ser un regalo postergado que me debía por el
aniversario primero de un bloJ que yo visitaba con frecuencia acosadora. Tenía los chocolates en mis manos y a Luciana en mis ojos viejos: se los regalé antes que acabara la escena, antes que algún piloto desubicado pisara el acelerador de su aeronave y así apague las luces ya tenues del teatro donde venía siendo mi despedida. Reflexionando luego en el apretado asiento 51, no podían ser sino para Ella, que es por quién me animé a entrar en esta jungla democrática y bullanguera que es la Blogósfera para contarle lo que nos ha pasado y no vamos a recordar.

El resto de mi familia nos esperaba en una de las mesas de un fast food conocidísimo del que ya reniego de hacer publicidad. Al frente de esas mesas, existe una librería que siempre, o casi, reproduce buena musica: allí fue donde escuché una canción por única vez en mi vida, me encantó y ahora la busco con paciencia, hasta que se me agote la vida no importa. Recordaba eso cuando la última puerta que tenia que cruzar apareció de pronto: se quedaban todos y yo debía continuar jaloneando mis maletas. No quedo tiempo ni para las lágrimas, ni siquiera podría lanzarme a los brazos de mi familia a llorar mi alejamiento. El tiempo apremiaba, las turbinas ya hacían ruido, el avión me iba dejando, las luces se apagaban.

Abrí grande mis extremidades para los abrazos finales, no recuerdo el orden y sería ridículo registrarlo acá. Para las restricciones de este bloJ, cuenta que dejé a Luciana para el final, guardé mis fuerzas para el abrazo más delicioso que intenté darle hasta esa noche. No debía cargarla, lo tenía claro, yo era quién debía descender a sus dominios, asi que hinquéme de rodillas y soltáse mis fuerzas en su pequeña humanidad. Ella respondió. He de decir que cuando pongo mis rodillas al suelo (por ejemplo, una foto, o remedando a un ponny para que se suba Lú) se inflaman infernalmente; bueno, el momento valía la pena claro. Era una opción raptarla y subirme al avión con Ella y los chocolates, pero la ventaja de éste último es que no necesita documentos. Es más fácil que vuele un chocolate, a que lo haga una persona.

En esa despedida, cada abrazo fue semi-fugaz, pero fue intenso: los grilletes apretaron más que nunca y sin dolor. Yo me iba solo pero empapado del cariño. Por eso no creo que deba negar que estoy triste, ni esconderlo, y porqué no publicarlo: así me siento más ubicado en este mundo peligroso. Puedo saber como pisar este desierto de arenas movedizas llamado Estados Unidos. Esa tristeza no me va inundar hasta rendirme, hasta dejarme en estado de coma. Así, yo puedo estar triste, sin dejar de bailar... la alegría no se entiende sin su madre Doña Tristeza, que está en el trasfondo, una alegría triste. Una forma de ser, estar y extrañar. Una tristeza para entender mejor el pasado: cuando no me daba cuenta que, al lado de mi familia, era un peruano, muy a pesar de las desventajas que eso trae, en su hábitat natural y realmente feliz.

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Tape: Retornando a los trasfondos, Calamaro querido con su buena canción "Para seguir...". Para que romperse la camisa / debajo de la brisa de un ventilador, canta suave Andrés.







posD. Hoy, dicen, va cambiar el mundo: Obama asumirá el poder. Este es un buen video sobre él que encontré en Youtube hace meses: Yes we can. Y, si cambia el mundo, será porque es el cumpleaños del amigo Diego M. Un grande abrazo para él: este año no podremos ir a la playa Barranquito para meternos al fondo y, una vez allí, sacarnos las bermudas escamosas y girarlas con nuestras manitas para que las chicas de la costa nos miren por fin. Una pena.

posD. Yo no sabía que todas las computadoras de la Tierra se podían configurar para el español. Áéíóúñ¿. Ahora si podré utilizar las teclas que pensé que le faltaban a este mutilado teclado, ¡qué felicidad!

domingo, enero 11, 2009

La canción del bloJ

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No es un villancico, ni mucho menos una rola del moradito Barney. Tampoco voy a recurrir a Calamaro. Y que a nadie se le ocurra hacerme recordar a High School Musical, que, en todos los souvenirs de las pocas tiendas que he visitado, encuentro los maquillados rostros de estos adolescentes puritanos y bienpeinados.

Estas semanas en Estados Unidos han puesto de cabeza mis gustos musicales. Si antes no soportaba un reggaetón, una salsita, o una canción en ingles, pues ahora me detengo un poco en ellas. Ha de ser porque me recuerdan a las personas que las escuchaban obnubiladas y convencidas de que cada una era la canción del siglo. Yo no voy tan lejos y me quedo, comodísimo, en este bloJ. Cada canción que odiaba se vuelve una persona que viene a mi mente (con la consiguiente preocupación por su salud). Así que me acomodo bien en mi asiento, con las piernas sobre del escritorio, y me propongo encontrar el himno de este bloJ.

Estas últimas alteraciones, venidas desde la nostalgia seguramente, no van a impedir que cumpla con la misión de esta entrada. Se llama “She is like a rainbow”, de los Rolling Stones. Suena despacito y luego golpea fuerte, tiene la letra impregnada de magia, como si todo deviniera en colores y nada pudiese evitarlo. La versión de abajo la interpreta
Nena en su improbable album “Cover Me”. Aunque no los he seguido mucho, ni a los Rollings ni a Nena, me atrevo a dejarla aquí y la elijo, no sé con qué derecho, como la canción bandera de este bloJ (así como antes hice con el poema del bloJ).




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Lyrics,
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She comes in colors everywhere
She combs her hair
She's like a rainbow
Coming colors in the air
Oh, everywhere
She comes in colors
.
She comes in colors everywhere
She combs her hair
She's like a rainbow
Coming colors in the air
Oh, everywhere
She comes in colors
.
Have you seen her dressed in blue
See the sky in front of you
And her face is like a sail
Speck of white so fair and pale
Have you seen the lady fairer
.
She comes in colors everywhere;
She combs her hair
She's like a rainbow
Coming colors in the air
Oh, everywhere
She comes in colors
.
Have you seen her all in gold
Like a queen in days of old
She shoots colors all around
Like a sunset going down
Have you seen the lady fairer
.
She comes in colors everywhere;
She combs her hair
She's like a rainbow
Coming colors in the air
Oh, everywhere
She comes in colors
.
She's like a rainbow
Coming colors in the air
Oh, everywhere
She comes in colors
.
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La elegí desde siempre (la foto de arribaladerecha de la ventana, en blanco y negro intencionadamente, lleva su inscripción desde el día primero de este bloJ), pero como pocas veces me dejo atrapar por las certezas, había otra canción candidata. “Mi niña”, que el chaval Alejandro Sanz compuso para su hija: la buena de Manuela. Mención honrosa para esta canción, exclamo y me siento un Don Francisco, al que estoy condenado a ver cada sábado por el único canal en español que hay aquí en Hardeeville: Univisión.
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Aquí pueden abrir la canción: “Mi niña”
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Unas cuantas líneas...

Yo estuve allí,
yo corté la cintita roja de tu cometa
lloraba el agua bonita y un paisaje desierto.
De tus ojos, yo viajaba a la estrella chiquita de tus ojos
Y me parece mentira, por fin te conozco
Mi niña no tiene nada que ver
con lo que le cuenten a usted

(...)

No tiene nada que ver con lo que somos después
Ha venido del cielo cargada de caramelo
Como de paz, como de verdad
Como si supiera más...
Y es que el que no sabe na vive imaginándolo todo.
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Esto se cierra así hasta mejor recomendación (de Lurululú, claro está).
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pD. No pueden dejar de pasar por este artículo del loco Bayly: Las vidas inesperadas.
 
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