lunes, enero 19, 2009

El despegue



Yo puedo estar triste / sin dejar de bailar. Acepto la tristeza pero no concibo la derrota, no por ahora. No como la sentí cuando me perdí en Nueva York, esa ciudad que me queda grande. Un error al tomar los trenes subterráneos casi me cuesta la vida. Así me sentía los primeros días: en un subway ruidoso, debajo del piso, enterrado, equivocado, falto de dirección, enfermo, algunas veces me vuelvo a sentir así; al menos, en las mañanas, todavía despierto con la certeza efímera de que estoy en mi cama azul de Lima. Pero todas esas mismas mañanas vuelvo a aterrizar en los Estados Unidos mientras preparo mi desayuno pobre en proteínas y me calzo el traje rojinegro del McDonalds, en ese estricto orden.

Harían falta muchos vuelos (con sus respectivas escalas) para llegar a la derrota, ese puerto oscuro, ese lugar de paso, del que conozco su olor. Aquí no me voy a morir, hay muchas derrotas en este país para darme el disgusto de no probarlas, de mi rendición, de besar la lona, de aterrizar
(o acuatizar, ahora tan de moda) con los motores apagados. Voy a pasar por cada una de ellas, cual amaestrado pastor alemán que atraviesa aros de fuego, y me voy a quemar y me voy a sanar. Llevaré las cicatrices –así como cargo mi pasaporte-, que me permitirán seguir.

Mi despegue fue el quince de diciembre del pasado. Dejaba, no solo a Lucianita (protagonista de este espacio que le estoy birlando), sino también a mi familia. Y sí que los extraño. He recibido fotos que muestran lo bien que están (o lo bien que parecen estar para mí). Luciana ha crecido, la veo mayor en sus fotos: con sus regalos (sobre ellos), sus primas guapas, su hermana churra, su chispita mariposa, su madre inseparable, su viejo regañón y sonrientes los dos, su tío endeudado y regaloneador, su tía extracariñosa, su tío molestoso que usa tanga, sus palomas de la iglesia San Francisco (donde fueron a pedir por mí, o a quejarse por dejarlos ahí). Yo, que no me gustan las fotos, al menos cuando no he bebido, me coloco caprichosamente en esos retratos familiares. Si en alguna foto veo que sobra un espacio, ahí estoy yo, esbelto como un cachaco forzudo porque ya no hay sillas para mí.

Recuerdo que ése ultimo día en Lima fue rápido. Terminé de empacar mi ropa en la mañana (fue un momento nostálgico separar las ropas que llevaría de las que no, elegía aquellas a las que le tenía mas cariño, las que llevaban una historia, unos años acompañándome y que merecían una extensión internacional de su percudida impureza). Con mucho estilo, Luciana echábase y deslizábase sobre las maletas, sentíalas más ricas que su colchón, supongo yo. Por la tarde, con el poco dinero en moneda nacional que me quedaba, compré los utensilios de último momento, los que había olvidado, por ejemplo, un zapato negro para trabajar, que me está matando ahora que lo uso. Entrada la noche, tomé una ducha, me acicalé, me puse la ropa de viaje y salí a despedirme de la gente del querido barrio (tres hogares a los que les guardo cariño porque cobijan a mis amigos de la infancia), a paso de procesión, recojiendo los buenos deseos de las mamás de mis amigos. Una tía superrezadora me regalo una imagen del santo de los imposibles, como me explicó. Menudo santo, pensé yo.

Luciana, algo enferma, me había dicho que iba a dormir en la tarde para que esa noche, a las once, no tuviera sueño en el aeropuerto y pudiera despedirme como corresponde: con lágrimas, abrazos y "no te vayas, hermano". Le pedí que lo hiciera por favor y "qué buena idea, hermanota". Tuve que ir a la Católica para sacar unos papeles importantes que le daría a mi empleador apenas aterrizara en suelo gringo. Me acompañaron dos amigos, Juancé y Lucio, pero no pudieron entrar porque "invitados solo entran hasta las seis", me repetía el cumplidor guachiman de la entrada. Así que entré solo con el carro, que lo había sacado y conducido como un energúmeno, pues ya eran las dos mil y cien horas. Saqué los papeles, mi viejo me telefoneó enfurecido porque no ibamos a llegar temprano al aeropuerto Jorge Chavez. No le quería decir que no importaba, que tarde pero llegaba, que si el avión me dejaba, mejor. Eso lo iba enfurecer, no me iba a entender.

Volvimos a la casa con prisa, los candados de las maletas se perdieron y demoramos en buscarlos. Todavía faltaba una noticia de mi madre: "hijo, yo me despido aquí, la bebé está mal y es peligroso que salga al frío. Me quedo con Ella". Fue un baldazo con agua congelada, pero lo asimilé rápido. ¿Qué podia hacer? Luciana estaba llorando: quería ir. Yo queria que eso también pero ni modo, además una despedida es igual en la casa que en el aeropuerto, me consolaba. Ahora creo que una despedida es una cadena pesada y dorada que uno debe arrastrar hasta el final, donde ya ni la luz pueda renacer. Pero no estaba solo, la gente que me quiere desea ser esa cadena, esos grilletes que no se van a separar de mí, que te dan la libertad, que yo veo dorados, por ponerle un color decente. Mejor azul, que es mas acielado. Y yo les agradezco infinitamente.

Luciana lloraba y yo me acerqué a despedirme. Ella no quiso darme el último abrazo, enfurecida por saber que no iba con nosotros al aeropuerto, ya ni eso le importaba. No des un paso más, que yo suelto todo mi rechazo, quédate quieto y manos arriba my brother, parecía decirme con sus ojos mojados y un revólver imaginario que se le escabullía de los dedos. Cada vez que Ella llora yo me acerco infructuosamente para tratar de consolarla. Esta vez fue igual, pero era diferente, no la vería en tres meses más y era un motivo para irme con el rostro desangelado. No podría dejar el país sin antes despedirme de la Luchi.

(...)

Minutos antes de las diez subimos las maletas al auto. Claudio y Rodrigo se unieron a la cohorte encargada del homenaje final. Milagros se había disculpado ya que estaba en el trabajo. Diego no llegaba y me negué a pisar el acelerador hasta no despedirlo. Mi viejo me pedía que acelere ya, que no sea novelero, que arranque de una vez.

Cerca a la abotargada avenida J.L. Cipriani se puso a bailar mi celular, era Robertino, del estaf de
Noches Vírgenes, me anunciaba que la cola que le correspondía a mi avión estaba inmensa, que apúrate weon, que ya chau chau. Corté la llamada a tiempo, antes que unos policias que hacían una batida por ahí se les ocurriera detenerme por manejar con el celular en la oreja, hubiera sido fatal: mi primera infracción apenas a cuarentiocho horas de haber obtenido mi licencia de conducir, hubiera sido un record, una inalcanzable, y por eso idiota, marca mundial. No iba a llegar, pero no se les antojó dejarme en el Perú (en una muestra más de que la gendarmería del Callao no cumple bien su trabajo). Luciana yacía en el asiento trasero, silenciosa, todavía sin saber calcular en cuanto tiempo pasarían tres meses. Romina, mi hermana que hace dos años también dejó el Perú por ese engañoso programa Work&Travel, logró convencer a mi madre de que nada le pasaría a la salud de Lu. Con ese trascendental asunto resuelto, sólo me quedaba acelerar y la Elmer Faucett es condenadamente deliciosa para eso, aunque Romina me pedía que no lo hiciera, que a cien por hora es mucho, hermano.

Bajamos las petacas y yo tuve que entrar solo a hacer de último en una fila interminable. Por ahí divisé a un jefe de práctica con el que llevé Lengua General el último semestre (con ciertas satisfacciones Leonelíticas). Más allá, mi amiga Mary Vanessa iba pesando sus valijas. Yo jalaba una moderna maleta que me ha prestado una tía extracariñosa; y una revejida, aunque importante, maleta marrón que mi viejo trajo de Argentina, allá por los años de la
Inflación galopante. En mi hombro colgaba una mochila con el bordado de un canguro. Dentro de ella llevaba tres libros elegidos al azar de mi pequeña biblioteca (que no pienso ampliar con las cojudeces que se leen en EEUU): "Un mundo para Julius", "El tambor de hojalata" y "Seis personajes en busca de autor". No conseguí "La Invención de la Soledad", libro que me atrae por su título poderoso. Además de una "carta-para-leer-en-el-avión" que escribió, muy guapachosa, mi prima Edicarmen, para que no me aburra, que en el avión no se hace nada, como me comentó muy viajera ella. Yo no sé como me aguanté hasta el avión para leerla, quería traicionarla y revisarla antes, siquiera a contraluz, pero no rompí mi promesa, caray.

Afortunadamente, llevaba conmigo unos flamantes anteojos azules recien adquiridos, pues desaprobé el examen médico para el trámite de la licencia de conducir: sin ellos no obtenía el brevete. Odio llevarlos pero gracias a ellos divisaba, también a lo lejos, entre toda la población, a mi familia y a Luciana. Ella se apoyaba en las barandas verdes que separan a los viajeros de los llorones familiares. Sabía, con sus ojos jovenes, cuando es que la miraba y yo la buscaba mucho para conversar a larga distancia, ensayando ya las próximas llamadas telefónicas por navidad y blá blá blá. Nunca intercambié mensajes con otra persona a tanta distancia, esa noche salió facil. (Extrañe mis ojos jóvenes, ahora quemados). No bien empecé a rodar mis maletas, mi celular ya vibraba locamente otra vez. Era Claudia Lucía (
bloguera lumpenesca), una llamada desde los suburbios limeños, el insondable Chorrillos, que me emocionó, no recuerdo si le prometí regalos pero igual no se los traeré si no termina primero con su enamorado Osito Trucupey.

Mis maletas pasaron ellas solitas primero, guiadas por una máquina en forma de lengua negra. Yo coloqué unas firmas por ahí y salí por donde me indicaba el caminito de lazos azules. Al pie de las escaleras eléctricas, me topé con la familia de Mary Vanessa (chica loca que se atrevió a irse conmigo, aunque ahora esté arrepentida), tenían todos el rostro derretido por la tristeza, ella ya estaba bien sentada en el avión Delta, jugando a las llamadas y, por su Nextel endemoniado, mandando alertas. Les prometí que a su retoña no le pasaría nada, que sobre mi cadaver alguien le causaría el menor daño, quedando bien, como un mofletudo, ya que esa chica Mary sabe cuidarse sola (y hasta cuidarme a mí). Luego encontré al estaf cuasi-entero de Noches Vírgenes, faltaba
el Melón, filósofo del asfalto, besuqueador impulsivo y buen amigo. Estaban solo tres musketeers: Christian Bisso, Fabio Cecilio y el ya mencionado Robertino Celerino. Sólo les faltaba un velo morado para convertirse en tres viudas lloronas que asistían a mi funeral, mis tres viudas lloronas y cariñosas, las tres seguras de ser dueñas de mi corazón partío. Christian, que se le había "movido el sentimiento" (como quién se le descoloca el calzoncillo) me miraba de arriba a abajo, buscando mis imperfecciones, que esa noche me brotaban de manera natural, siguiendo con lo que él conto. Los del estaf conocieron a mi viejo y a Luciana que no estaba interesada en hacer migas con ellos, pues detectaba ya el olor a alcohol y anticucho podrido que emanaba de sus pieles salibosas, que es una característica constante y peculiar en todos mis amigos. Lu, muy altísima, les tiró arroz costeño.

De manera improbable, como quién saca un conejo del sombrero, Fabio Cecilio hizo aparecer en escena una caja de chocolates: le iba a agradecer mucho el gesto, cuando puse bien la mirada y resulto ser un regalo postergado que me debía por el
aniversario primero de un bloJ que yo visitaba con frecuencia acosadora. Tenía los chocolates en mis manos y a Luciana en mis ojos viejos: se los regalé antes que acabara la escena, antes que algún piloto desubicado pisara el acelerador de su aeronave y así apague las luces ya tenues del teatro donde venía siendo mi despedida. Reflexionando luego en el apretado asiento 51, no podían ser sino para Ella, que es por quién me animé a entrar en esta jungla democrática y bullanguera que es la Blogósfera para contarle lo que nos ha pasado y no vamos a recordar.

El resto de mi familia nos esperaba en una de las mesas de un fast food conocidísimo del que ya reniego de hacer publicidad. Al frente de esas mesas, existe una librería que siempre, o casi, reproduce buena musica: allí fue donde escuché una canción por única vez en mi vida, me encantó y ahora la busco con paciencia, hasta que se me agote la vida no importa. Recordaba eso cuando la última puerta que tenia que cruzar apareció de pronto: se quedaban todos y yo debía continuar jaloneando mis maletas. No quedo tiempo ni para las lágrimas, ni siquiera podría lanzarme a los brazos de mi familia a llorar mi alejamiento. El tiempo apremiaba, las turbinas ya hacían ruido, el avión me iba dejando, las luces se apagaban.

Abrí grande mis extremidades para los abrazos finales, no recuerdo el orden y sería ridículo registrarlo acá. Para las restricciones de este bloJ, cuenta que dejé a Luciana para el final, guardé mis fuerzas para el abrazo más delicioso que intenté darle hasta esa noche. No debía cargarla, lo tenía claro, yo era quién debía descender a sus dominios, asi que hinquéme de rodillas y soltáse mis fuerzas en su pequeña humanidad. Ella respondió. He de decir que cuando pongo mis rodillas al suelo (por ejemplo, una foto, o remedando a un ponny para que se suba Lú) se inflaman infernalmente; bueno, el momento valía la pena claro. Era una opción raptarla y subirme al avión con Ella y los chocolates, pero la ventaja de éste último es que no necesita documentos. Es más fácil que vuele un chocolate, a que lo haga una persona.

En esa despedida, cada abrazo fue semi-fugaz, pero fue intenso: los grilletes apretaron más que nunca y sin dolor. Yo me iba solo pero empapado del cariño. Por eso no creo que deba negar que estoy triste, ni esconderlo, y porqué no publicarlo: así me siento más ubicado en este mundo peligroso. Puedo saber como pisar este desierto de arenas movedizas llamado Estados Unidos. Esa tristeza no me va inundar hasta rendirme, hasta dejarme en estado de coma. Así, yo puedo estar triste, sin dejar de bailar... la alegría no se entiende sin su madre Doña Tristeza, que está en el trasfondo, una alegría triste. Una forma de ser, estar y extrañar. Una tristeza para entender mejor el pasado: cuando no me daba cuenta que, al lado de mi familia, era un peruano, muy a pesar de las desventajas que eso trae, en su hábitat natural y realmente feliz.

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Tape: Retornando a los trasfondos, Calamaro querido con su buena canción "Para seguir...". Para que romperse la camisa / debajo de la brisa de un ventilador, canta suave Andrés.







posD. Hoy, dicen, va cambiar el mundo: Obama asumirá el poder. Este es un buen video sobre él que encontré en Youtube hace meses: Yes we can. Y, si cambia el mundo, será porque es el cumpleaños del amigo Diego M. Un grande abrazo para él: este año no podremos ir a la playa Barranquito para meternos al fondo y, una vez allí, sacarnos las bermudas escamosas y girarlas con nuestras manitas para que las chicas de la costa nos miren por fin. Una pena.

posD. Yo no sabía que todas las computadoras de la Tierra se podían configurar para el español. Áéíóúñ¿. Ahora si podré utilizar las teclas que pensé que le faltaban a este mutilado teclado, ¡qué felicidad!

5 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho el post, será porque en estos últimos meses he pasado bastante por los aeropuertos (con escalas y retrasos incluidos de nuestra bienamada Iberia pero, afortunadamente, sin pérdida de maletas). Y las despedidas antes de subir al avión son de lo peor, a mí sólo me acompaña mi hermana, los demás hacen demasiado escándalo y mejor les digo adiós en la intimidad de mi casa...!

    Saludos y buena suerte

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  2. Se me pianta un lagrimón...sos una prsona muy dulce y me maravilló como relataste tu historia.
    Siempre contigo.

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  3. Ya estaras acostumbrada a ese tipo de despedidas, Dianita. O uno no se acostumbra tal vez. No sE. Gracias por dejar tu huella, a mi me gusta que pases.

    Nunca la palabra "Dulce" ha sido escrita con tanta Lascivia como un 20 de enero en este lagrimero bloJ. Te cuento, Lasci amiga, ha ocurrido un imprevisto maldito: el Wireless se malogrO en mi casa, ahora estoy en una computadora de una biblioteca de Hardeeville, pero lei tu ultimo comentario en N.V. asI que porfa me mantienes informado. Sigues pasando mucho ya? Abrazos.

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  4. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  5. Tan re-guapa, hermana, aunque nunca te lo diga. No te estreses taaanto. Besos a la family.

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"vete de aqui, vete de aqui" (Lu dixit)

 
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