viernes, enero 01, 2010

Los niños extraterrestres (o Sobre ruedas en Lima)




Me he resignado a la idea de recibir regalos comprados con menos esmero e imaginación que los hechos a los niños de la familia. Entre las muñecas y jueguitos que recibió Luciana, hubo un regalo que llamó poderosamente mi atención al punto de querer quitárselo: los patines en línea que le envió, desde Estados Unidos, el tío Grover.

Al día siguiente de la Nochebuena, fuimos a visitar a una tía muy querida que vive al sur de Lima, en una residencial construida en los años ochenta, época del presidente Belaunde. Llevamos los patines para practicar. Cuando estuvimos aburridos en la conversación de los mayores, Luciana me dijo para salir a patinar. Acepté.

Le temblaban las piernas como a Bambi recién nacido. Aprender a patinar, andar sobre ruedas, es como volver a aprender a caminar: los tropiezos, la inseguridad, el vértigo quizá, la búsqueda de equilibrio y una mano llevadora, es lo mismo. Solo que la vida sobre ruedas, sobre patines en línea, va a otra velocidad, a otro ritmo, no es la misma cadencia, ni el mismo desliz. Por todo eso es difícil aprender a patinar y por ello mismo me volvieron las ganas de comprarme unos patines, ir tras de Luciana y recordar los viejos tiempos.

Enseñanzas básicas (porque con Luchi me sentía semi-hermano y semi-instructor): separa las piernas, dobla un poco las rodillas, inclina un poco el tronco. No me toques, porqué me tocas. ¡Vamos, sostén tu peso, a luchar! No quiero que los patines te deslicen, tú llévalos a tu antojo, levanta las piernas como si marcharas, a ver, un, dos, tres, cuatro. ¡Eso, como marchando!, le decía.

Estábamos concentrados en aprender a patinar (y yo en recordar mis hazañas sobre cuatro ruedillas) cuando dos niños aparecieron en un scooter ultranuevo, esos de doble base y tres ruedas. Uno de ellos se acercó a preguntarme “¿ella sabe patinar?”. Yo le dije “no, está aprendiendo ¿y tú sabes?”. “Sí, yo sí sé”, me respondió el niño de tres años llamado William.

Su amiguita, o prima, aparentaba tres años también: se llamaba Fernanda. Lo fantástico de ellos era que, contraviniendo a sus edades, cada vez que se subían al scooter lo manejaban poseídos por un demonio. No encuentro otra explicación para que, luego de sus terribles caídas, no llorasen como dos niños normales: de repente y no lo son, pensé.

Inmediatamente le dije a Luciana “mira, aquellos dos, son extraterrestres”. Luciana los miró y me creyó, pero rápidamente supo que la estaba estafando. “No, me estás mintiendo, a ver pregúntales”, dijo.

“¿Niños, de qué planeta son?”, pregunté. “Vivimos por allá”, dijo el niño señalando en dirección al sol. Me volví a Luciana y le dije “¡ves, ves, vienen de más allá del sol!”. “¿Y por qué han venido aquí si este planeta es feo?”, volví a preguntar. “No, solo pasábamos por aquí con el esto (scooter)”, respondió. “Sí, pues, está bonita tu nave espacial (scooter)”, le dije con voz reblandecida. “Sí, mira, mira”, dijo y tomó carrera con el scooter para concluir con violencia arrastrado en el suelo de tanta velocidad que cogió. A pesar del golpe, se levantó contento.

“Mira, Luchi, cuando te caigas, debes poner primero tus manos así como hizo el niño extraterrestre”, le aconsejé. De pronto, la niña que escuchó todo nos dijo “por qué le dices Luchi”, “porque se llama Luciana pero de cariño, en este planeta, le digo Luchi”. La niña miró extrañada y yo proseguí “en este planeta ponemos nombres de cariño, por ejemplo, ¿tú cómo te llamas?”. La niña dijo Fernanda. Le dije que podríamos ponerle “Fer” y al otro niño, llamado William, podríamos decirle “Wil”. Les gustó. De donde venían no conocían los nombres de cariño.

Entonces Fer, Wil y Luchi empezaron a hablar mientras yo estaba sentado en esas raras bancas de la residencial “Mártires de la Independencia”. Cuando Luchi se volvió a mí, le dije “creo que estos niños extraterrestres están aquí porque alguien los ha puesto para que nos hagan reír”. Luciana me dijo mentiroso otra vez. “Sí, sí”, le aseguré, “los estamos imaginando, nadie más los puede ver más que nosotros, esos niños no existen”.

“¿Y ustedes cómo llegaron aquí?”, preguntó Wil. Miré a Luciana con cara de “es mejor no decir la verdad frente a los alienígenas”, creo que ella lo entendió. Para que el marciano me note en su onda le contesté: “hemos venido de la Luna, en ese auto blanco que está doblando la esquina, si quieres puedes ir a verlo con tu prima”. El niño fue obediente a ver el auto blanco de papá, bien cuadrado en el estacionamiento. Le pidió a su prima-amiga que le acompañe pero ella no quiso. Yo iba a aprovechar para escapar pero no se pudo: la otra niña vigilaba y Luciana no podía andar rápido con sus patines todavía.

Apenas desapareció el niño en la esquina, le dije a Luciana: “Wil ya salió de nuestro cuento, en este momento no lo podemos ver porque él ya no existe para nosotros ni para nadie, solo es un recuerdo”. Luciana se reía. No era mi objetivo enseñarle gran cosa con mis palabras alunadas: ellas brotaban de mí con naturalidad (o hasta profesionalismo). Quería simplemente que sintiera inocente pavor o quería ver su cara de sorpresa, cualquiera de dos. Al fin y al cabo, ella tiene cinco años y me va creer por un rato (que no se volverá a repetir).

Estoy seguro que no olvidará la tarde que jugamos con esos niños extraterrestres.

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Imagen de Maria Paula Melián

 
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