jueves, octubre 01, 2009

Luz y Tiempo



Eso sí, alejen las cámaras del alcance de los niños de la casa, recomendó la profesora de Fotografía. No lo dijo porque los niños sean unos idiotitas-rompe-todo, sino porque siempre hay alguien mayor que sabe advertir con tiempo prudente las posibles complicaciones del devenir, en este caso, del incipiente arte técnico fotografístico de nosotros sus alumnos.

Animado por la advertencia, y queriendo cambiar un poquito mi historia de chico obediente, quise quebrar la prohibición y enseñarle a Luciana la Nikon que me prestaron en la facultad. Pero cuando le dije a Lu que le quería mostrar la cámara, no le interesó y siguió su camino juguetón sin mirarme.

Es una prodigiosa Nikon analógica profesional de color negro que a ojos de Luciana y de la familia ha empequeñecido el antiguo relumbre plateado de mi olvidada y rectangular cámara digital Olympus. Es más, ahora Olympus fotografía a Nikon (en una suerte de batalla de obturaciones galácticas).

Primero tengo que hacer mi tarea con la cámara y si sobra rollo te tomo a ti ¿ya Luchi?, le dije el segundo día que tuve la Nikon. Se molestó por eso. Cómo que no había fotos para ella, habrá pensado. Entonces ya no juego contigo, me dijo refunfuñando de su suerte, o del hermano “malaleche” que le tocó.

Al tercer día resucitó la curiosidad que creí perdida. Oye, ¿y la cámara que me ibas a enseñar?, me aguijoneó Luciana mientras veía algún dibujo. Ah ya, ahorita te la muestro, le dije, espérame, y fui a sacar la cámara del maletín. La cámara viene con tres lentes: el Normal, el Teleobjetivo y el Angular, que me gusta más porque su vista es ancha y profunda.

Le enseñé lo básico: no la toques si no estás conmigo. Ella pasaba los lentes de mano en mano, miraba por el visor, encendía la luz del fotómetro, giraba el anillo de enfoque, abría y cerraba el diafragma, sobreexponía y subexponía, acercaba el frutero hacia ella con el lente de 210 milímetros, encuadraba un pedazo de la realidad. Luego se ponía triste cuando le recordaba que no podía tomar fotos.

Se acercaba la hora de dormir y yo necesitaba tomarle unas fotos a contraluz (con la luz detrás de Ella). Mi madre quería que se durmiera rápido, pues Ella debía ir a un velorio. Si mi madre sale, Luciana se preocupa y a cada rato la reclama: no se queda tranquila. Yo le dije que la haría dormir, pero que primero le tomaba unas fotos rapidazo. Mi mamá aceptó a regañadientes.

Una vez en su cuarto, no se dejaba fotografiar. Además había poca luz, maldición, no se podía. La cámara no usaba luz adicional, es decir, “flash”. Me demoraba: supongo que eso les pasa a todos los recién iniciados en el manejo de cámaras analógicas, que las digitales son más fáciles de usar, pero menos feeling. Las analógicas no son fáciles de domesticar: debes buscar luz, exponerla determinado tiempo, a la velocidad y diafragma correctos.

Luz y tiempo: ingredientes primeros de la fotografía, y no se entenderá hasta no tocar una de estas cámaras. Hay quienes, románticos, se niegan a dejar de tomar fotos con las cámaras analógicas. Hay quienes, apurados, sin tiempo, se refugian en la digital. Lo único que comparten, como fotógrafos, es la capacidad para impresionarse. El fotógrafo vive impresionado con la realidad y no le queda más que fotografiarla sin detenerse.

Luciana sonreía delante de la luz, pero la escena necesitaba un brillo más potente. Llegó un momento en que Luchi empezó a desganarse en sus poses. Quiero hacer un dibujo, empezó a decirme Lu. No le hice caso y se me ocurrió ir a la otra habitación. En mi escritorio hay más luz, pensaba y la llevé.

Prendí la luz blanca de mi escritorio, Luciana se subió a la silla giratoria y así quedó a mitad de camino entre la luz y yo, que estaba en la cama buscando una buena composición. Volvió a insistir en dibujar algo y tomarse foto con ese dibujo. Yo le dije que, es contraluz, que su dibujo no iba a salir bien pero, terca, suavemente terca, bellamente terca, inventó un pequeño berrinche que hizo que le dejara.

Hacer el dibujo demoraría más, qué flojera, mi madre se irritaría mucho, Luciana perdería horas de sueño y ya mi paciencia tomaba el color del negativo. Ve a hacer tu dibujo pero luego posarás para mí eh, le dije a Lu, aflojando. Los últimos tiempos vivir con Lu se ha vuelto una manera ininterrumpida de aflojar en las decisiones por contentarla. Ya no me hace caso como antes. Ha aprendido a pisotear mis mandatos sin remordimientos. Es decir, la cosa se va poniendo interesante a sus cinco años y medio.

Pintó una hoja bond por los dos lados: trazos inentendibles que colgué al lado de ella, como era su deseo, mientras le tomaba fotos. Con su dibujo al costado, Luciana ya era fotografiable y fue así como conseguí mis tres tomas a contraluz aquella tarde-noche de mediados de setiembre.


Jamás seré un fotógrafo pero sí un precario impresionado, el admirador que Luciana no pidió. De manera equívoca, no me impresionan muchas cosas: soy un atristado chico dormilón. De manera unívoca, Luciana me deslumbra cada día con sus jugarretas, tiernas y belicosas, dulces y agrias, suaves y sólidas: ella sabe destruirme con el golpe de la sorpresa.

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