martes, octubre 29, 2013

Cinco vueltas a la cancha

Imagen por Burak Turan

Recuerdo cuando corría detrás de un balón y mi papá me gritaba que corriera más rápido y que juegue de punta. Recuerdo cuando braceaba en la piscina y mi papá alentaba al profesor para que con sus gritos hiciera de mí un mejor nadador. Verano de 1997, fútbol seguido de natación, los lunes, miércoles y viernes y mi padre en las gradas a la espera de que me convierta en el más atlético de todos los alumnos.

Era un verano de piernas cortas. Ahora lo contemplo desde octubre de 2013, incierto y poderoso momento. Han pasado dieciséis años y estoy sentado en las gradas del coliseo del Circolo Italiano, el primer club donde se practicó el fútbol profesional en Perú. No pienso alentar a Luciana que ha empezado su serie de cinco vueltas a la cancha de vóley por mandato de la profesora. Tiene una vincha verde, leggins marrones y una casaquita mostaza, muy áspera para su gusto, yo le digo que le queda bien.

Podría decirse que cada vez que pasa por mi lado completa una vuelta. Yo hago muecas que solo ella entiende, son guiños de ojo que hago como para desentenderme de la jugada. Ella me ha pedido que me quede hasta el primer descanso. Me convenció con engaños, me dijo que demoraría cinco minutos que se convirtieron en 45. Molestarse con ella está de más. Acepto esperarla porque me gusta estar donde los tentáculos de la casualidad me depositan.

Esa tarde debía buscar una verdad en ese coliseo. Había renegado del voley profesional los últimos años porque el canal 2 transmitía todos los campeonatos que podía. Siempre había un Sudamericano más por inventar, una Copa de la Amistad que pelear, un semillero de menores donde era imprescindible competir. Y daba la casualidad que en todos éramos los anfitriones. Estaban de moda los campeonatos en Perú. Y se puso de moda el estilo procaz de Natalia Málaga, recordada voleybolista que había jugado las olimpiadas de Seúl 88.


(Un video para que se hagan idea)

Menciono a Natalia Málaga porque la profesora de Luciana era una micro versión de ella. Siempre gritando, advirtiendo las jugadas, los ejercicios de calistenia, conminando a hacer buenos mates, recalcando que enseñaba por quincuagésima vez lo que era un saque contra el piso. Y Luciana la escuchaba sin oirla. Esparcía la mirada por los puntos de luz del coliseo, miraba las palomas entrar y posarse en los fierros celestes del techo. De vez en cuando movía los brazos al modo de un helicóptero y aprisionaba a contramano uno de sus codos. Por ahí que decidía mirarme y yo repetía el guiño de mi ojo derecho cuantas veces fuera necesario. La conozco hace nueve años

Volvía de su abstracción y no sabía qué hacer. O lo sabía porque antes se lo habían explicado. O tal vez no era importante saberlo. El hecho es que su profesora la colocó en la última fila sola. Debía correr de espaldas hasta la net, una vez pasada esta volteaba y corría de frente. Ella lo hacía disforzada. Era como si no quisiera estar netamente por el deporte, sino por otro motivo. Era su cuerpo un distraído. Su mirada puesta en Vera, la de camiseta mexicana

Vera aparentaba 12 años, se había quedado mirándonos cuando entramos al coliseo. Al igual que la otra niña morena de aparentes 11 años y con camiseta 22 del Barcelona donde firmaba su nombre: Sharon. Ambas eran las más atléticas, pero saltaba al ojo que Sharon se tomará en serio la carrera. Si la nutren bien, además de su altura, postulo a Sharon como una futura matadora de la selección. Condiciones tiene.

Pero Luciana miraba a la mexicana. Estaba atenta a ella, tanto así que en el ejercicio mencionado de las cinco vueltas al campo donde mi hermana iba primero con otra niña, dejaron que Vera y Sharon las pasaran porque corrían más rápido. Había cierta ganas de respetarla que me transportó otra vez al año 97, en el colegio Claretiano, en la cancha de fútbol, era la clase del profesor Correa. Yo ya no era de los más altos, pero Johann sí era de los más bajos, del metro y treinta no pasaba. Sin embargo, era una bala. Su juego era prodigioso, su velocidad extrema para desbordar las tímidas defensas de ese verano, era el Carlitos Tevez de San Miguel y también creí que llegaría a la profesional. Siempre llegaba con su camiseta del Boys. Nunca fuimos amigos más que unas palabras en la cancha si me tocaba marcarlo, porque yo me sentía más cómodo en la defensa aunque era tan desordenado que podía terminar arriba. El problema de un defensa no es proyectarse, sino volver. Dejar desmantelado atrás al equipo es un pecado en el futbol. Y a mí me costaba una enormidad volver para defender, como me pedía Piero, el ariete de mi equipo. Piero practicaba un juego elegante, iba al choque sin exponerse, jugaba como si cuidara las piernas para que pronto un equipo grande lo comprara, un equipo como el Bayern. Por supuesto que ya se había comprado la camiseta del equipo bávaro y se preocupaba por mostrarla en cada entrenamiento. Seguramente era su sueño ser jugador profesional, nunca se lo pregunté. Era bueno, pero entre su falta de rudeza, su corte de cabello honguito y sus chimpunes rojo chillón yo encontraba los avisos de un futuro alejado del balón.

La competencia en el deporte es dura. Y los grupos que se pueden formar entre niños, la secreta envidia entre pares, lo poco atinado que un niño puede ser al corregir a otro, el momento del foul, el choque inevitable que puede formar una riña eterna entre dos mozuelos de 9 años, y este recuerdo involuntario que hago de Johann y Piero, a quienes creía extintos en mi memoria, puede ser a veces nocivo y chocante. No por eso uno sale de la cancha o deja de jugar.

Lo que más me gusta de la clase de voley de Luciana es que a primera vista no pareciera que las chicas sean de mala entraña. A pesar que Luchi me dice que sí, que una de las niñas “es mala”, creo que mi hermana está en un lugar amigable, tal vez ella no lo sabe, o tal vez ocurrió eso que digo: tuvo algún choque con alguna de ellas y sus ánimos pacifistas, que identifico en mí también, han creado alguna riña eterna, que tendrá que resolver sola con el apoyo incondicional de mi cariño y mis consejos inútiles.

Por eso quizás me pide que la espere. No quiere sentirse sola en ese coliseo tan grande, con niñas que ya hicieron sus grupúsculos cerrados y que alborotaban las gradas donde estábamos sentados mientras esperábamos a que la clase comience. Se ponían a saltar y yo observaba cómo Luciana las miraba. Le decía que no las miremos pero ella insistía, que las mire, que las mire, como si las niñas fueran wow, que la de camiseta mexicana se parece a Daniela, la amiga de nuestra hermana Romina.

Qué risa. Ningún niño o niña sabe lo que quiere a esa edad. Tal vez Sharon no quiera ser voleybolista. Así como Johann quizá no logró llegar a la profesional. Piero pudo haberlo logrado contra mis pronósticos. Yo lo veía más para el tennis, era un Roger Federer del fútbol. Y los esfuerzos de Vera por ser la mejor ante la profesora no caían espesos a mi gusto. Nadie es lo que parece a esa edad. La profesora era una micro Natalia Málaga y yo no era un simple acompañante ni un buen hermano, sino un fisgón. 

(Las compañeras de Luciana y mis compañeros tienen la misma edad en mi cabeza).

En una de las vueltas de calentamiento, una niña se acercó a Luciana. Tenía el pelo larguísimo, se lo recogía constantemente para el costado derecho, vestía uniforme de colegio y le decía Luciana cómo estás. Se llamaba Ángela. Era cálida en su trato y se fue con mi hermana hablando lo que quedaba del trayecto de ellas-saben-qué. En un momento, en un gesto amistoso, quiso medir a mi hermana con la otra niña que estaba a su costado; las tomó de la cabeza. Luciana no se dejó agarrar el pelo y se alejó. Tan ella, tan mi vida, tan mi queridísima Lu.

De las cinco vueltas que ordenó la profesora, las niñas la pasaban caminando las últimas tres. Era una expresión de la flojera pasajera de las niñas a esa edad. Como la profesora estaba distraída, un padre quiso ordenarle a todas que siguieran corriendo. Vera la mexicana le dijo que no molestara, al parecer era algo de ella.

Yo reniego de esas correcciones deportivas que lograban lo contrario. Me hacen recordar a mi padre gritándome desde las gradas en el colegio Claretiano. Quizás en mi caso, con tantos niños atizados por los goles de Ronaldo o Thierry Henry, competíamos por ser como ellos.

En la cancha, las niñas tienen que ser como son. Desde tímidas hasta valientes. Todo vale. Los modelos son más solidarios en el voley. Poco a poco, grito a grito, mate a mate, tras unas caídas leves, irán aprendiendo y formando el carácter que tanto requieren los padres, pero en el que sin darse cuenta interrumpen y tuercen.

Dejen que las niñas acaben tranquilas sus cinco vueltas y contemplen su conversión del cansancio a la alegría cuando la profesora les diga ¡corran!, ¡se acabó el ejercicio!, que coja cada una su pelota y comience a golpearla contra el piso.

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Canción

 
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