lunes, mayo 09, 2011

Que venga la mamá


Cotepinta
A ver quién llega primero, pienso, un instante antes de verla en la cima de las escaleras. Hacia dónde, le pregunto. Luciana señala “por allá”, a la derecha. Un espacio con sombra, una puerta transparente, personas de eternos brazos cruzados, sentadas y dejadas atrás. Entramos a un pasadizo y ella me pregunta finalmente: “¿cuál es el consultorio, el 114 o 411?”.


La confusión se debe probablemente a la emoción que le produce ver a su doctor de cabecera. En general, a mi hermana le gusta salir de la casa, si bien procuro salir con ella las veces que pueda, nunca fuimos a pasear a un hospital. En el auto, conversando en los asientos de atrás, me ha dicho que tiene dos doctores en el Rebagliati (hospital donde nació y yo también), un hombre y una mujer. No sabe precisar cuál le cae mejor.

Me provoca ir al hospital cuando veo que ella es feliz yendo a él conmigo. Ella no está enferma de nada grave, una vez la operaron de algo relacionado a la nariz, no recuerdo, no conozco mucho de su historial de visitas al médico. Esta vez, es un chequeo de rutina. Tengo la respuesta a su pregunta traspapelada en mi brazo derecho, es el 114, digo. Entonces hay que volver, dice y vuelve por el mismo pasillo poco iluminado del viejo azulado y elefantiásico hospital Rebagliatti.

Como es natural, la puerta estaba cerrada. No sé si tocar o dejar el papel de la cita en la ventanilla. Siempre que fui a las consultas médicas, todo lo hacía mi madre, que esta vez no había podido venir. En mi historial médico, perdido por algún rincón del seguro social, sindica mi experiencia en estos nosocomios donde se asolapa la tortura de niños, y Luciana lo sabe. Calculo que por lo menos cuatro veces al año, aquel chico débil que ahora escribe, visitaba las clínicas padeciendo fiebres altas o en busca de nebulizaciones estériles. Lo hacía siempre con miedo y sin soltura. Los doctores no me daban buena espina, salvo, y hay que decirlo, la doctora Dávila, quien asistió a mi madre cuando me tuvo un 16 de junio de 1989.

Obviamente no quería reemplazar a mi madre, pero estar allí era como si lo hiciera, lo que me salió espantoso. Simplemente, y era lógico, esperaría a la enfermera, o en todo caso iría a buscarla a esa puerta de donde salían mujeres de blanco o celeste, alguna sabría algo. Luciana también estaba de acuerdo en buscar a la enfermera. Salvo la señora metiche que esperaba consulta en el 115, que me dijo que lance la cita por la rendija de la puerta. Escéptico, no lo hice, no podía desprenderme de esa cita y colarla a un buzón que quizá nadie revisa. “Desconfiado, no crees”, me dijo la señora.

Vamos donde la enfermera, dije. No, dijo Luciana, espérame. La esperé, entró al baño por una urgencia no médica. La esperé, rogando que la señora no hablara de nuevo. Salió Luchi, más linda que cuando entró. Olvidé decir que la actuación de la mañana le había dejado unas chapas adorables en las mejillas. Su salón de clases había actuado presentado una obra de teatro por el día de las madres y ella había sido elegida como la madre. Era lo que correspondía, Luciana es la más alta del salón. Yo no pude asistir a su actuación, pero hay un video que la muestra cantando y llena de hijos.

Cuando sale del baño, le cuento que una enfermera apareció y le entregué la cita así que no había que desesperar. En cualquier momento nos llamaban. Para esperar el grito que corresponde a nuestra llamada, ella me dijo que esperásemos en las bancas de azul y amarillo, sin saber que podíamos condenarnos a tener siempre los brazos cruzados como los otros pacientes. No se lo dije. Fuimos a sentarnos y esperar la señal.

“Ese niño que entra al consultorio, va a llorar”, predice Luciana. Miro al niño y, efectivamente, está entrando al equivalente del purgatorio en un hospital, lo peor es que la puerta está señalizada y él niño, que no sabe leer por la precocidad de sus pasos, está perdido, o confía demasiado en la señora que lo lleva de la mano: “Vacunas”, reza el letrero, con letras construidas a propósito con varios colores y formas. Es tarde para avisarle, el mocoso está adentro.

Escuchamos nuestro apellido, Díaz, y vamos al consultorio. La enfermera que recibió la cita nos hace pasar, nos anuncia al doctor, que está rodeado de dos hombres grandes, forzudos, que parecen guardaespaldas, sin embargo, hablan amenamente de la última paciente que salió. “La tía estaba apurada, qué le podía decir, señora vuelta en dos meses nomás”, dijo entre risas, para luego percatarse que estábamos allí dos pacientes más.

Lo dejamos hablar, quería decir algo más, rectificarse o despacharse. “Qué puedo hacer, lamentablemente el sistema es así, no quisiera que pase, deben cambiar las reglas, no sé cuándo ocurrirá. Yo quisiera que vuelva mañana, que el seguro le cubra todo pero lamentablemente no puedo”, dijo y le pasó el historial médico de mi hermana a uno de los guardaespaldas que resultaron ser médicos aprendices.

Uno de ellos se sienta a mi costado, me pregunta si soy el padre de la niña, no, es mi hermana, le digo. “¿Cuándo fue su última crisis?”, pregunta. Evidentemente es a mí a quien pregunta, como no sabía qué responderle, miro a Luciana, ¿te acuerdas?, le pregunto. El aprendiz de doctor intuye que algo anda mal, que yo no sé nada de mi hermana. Hace poco estuvo enferma, hurgo en mis recuerdos, la cabeza, fiebre, ¿recuerdas Luciana?, vuelvo a insistirle. “En marzo, creo, me dolía la cabeza pero no recuerdo”.

¿Está usando Frucotizona?, pregunta de nuevo. Vuelo, la palabra “frucotizona” me remite a una plantación de frutas hidropónicas en un universo paralelo. Calculo que Luciana también, pues no recuerda que la Frucotizona es la medicina que toma todas las noches, un gas encapsulado antiasmático que inhala dos veces cada noche, con ocho respiraciones. Le traslado la pregunta a Luciana. “No pues, ella no sabe qué toma”, dice el rufián aprendiz de médico. Entonces Lu dice que no, que no lo toma.

El otro guardaespaldas, que también es médico aprendiz, conduce a mi hermana a la camilla para examinar sus pulmones, llenos de aire limpio. No encontrará nada raro, pienso. El primer doctor aprendiz me sigue preguntando, una y otra cosa, estoy obligado a decirle la verdad, que no recuerdo, no estoy pendiente de sus enfermedades. Me pregunta finalmente, donde está la mamá. Convencido de que no le incumbe la ubicación de mi madre, y menos a dos días del día de las madres, le respondo que sólo esta vez ella se ha ausentado, que a mí no me volverá a ver. Asiente el doctorcito. Luciana respira con la boca abierta, no nos mira, está bien, vuelve con nosotros.

-¿Has tenido moquitos en las narices, Lucianita? –ausculta el aprendiz-.
-¿Has tenido mocos? –repito con ordinariez, para asegurarme que escuchó la pregunta-
-Uhmm… sí, el otro mes, creo –le suma una expresión de confusión a su rostro-.

El doctor me riñe, así no se puede trabajar, pensará. Me ha dicho que la próxima vez tiene que venir alguien que sepa de Luciana. Culpable, lo miro y le digo que será la última vez, hoy no se pudo, doctor. En el fondo, las riñas del doctor me llevan a una tierra de ideas que no puedo ignorar: las madres son irremplazables. Aunque una suerte de pecado original latinoamericano, las lleva a sobreproteger a sus hijos, son impostergables, las mejores en lo que hacen, al menos la mía, que sabe más de mí y mis dolores y los dolores de Luciana y de los dolores de todos los que entran en su casa.

Salimos derrotados del consultorio, con los brazos caídos, inexplicablemente, con el pedazo de información que le dimos al aprendiz de doctor, éste ha hecho mucho con una nada. Apenas decía no sé, no me acuerdo, doctor, se volcaba al papel y lo rellenaba como si estuviera hechizado y con mucho ahínco. Sospecho, retornan mis dudas sobre los doctores apocalípticos. Tal vez los medicamentos que recogemos en la farmacia por encargo suyo no sirvan para nada y sólo nos alejan de la única verdad: Luciana está sana, más que nunca.

El paseo termina. Fundidos en el asiento de atrás del auto, Luciana abre fuego con el juguito de caja que mi madre le envió para la vuelta a casa. Le pido que me invite, su mirada es de una obviedad tremenda, resaltan los hoyos de su rostro por aspirar de la cañita, un ramalazo del sol sobrevuela su brazo extendido que se toca con el mío. Sus ojos me dicen que siempre estuve invitado a probar de su juguito de caja. Yo bebo, esperando el contagio inminente de su dulzura.
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Ayer fue el día de las madres y hoy toca McCartney en el Monumental de Lima. "And I love her", fue la primera que mi madre aprendió en su colegio. Bienaventurados aquellos que vean a un Beatle hoy.

 
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